miércoles, 22 de julio de 2020

Diario de un profesor peliculero (34): de Henry Fonda como Número 8, kantiano y platónico

De los doce hombres, uno sí tenía piedad | La mano del extranjero

Ayer pusieron  en La 2 y vi de nuevDoce hombres sin piedad. No envejece. Leí en un comentario en Twitter que el cine es ver caminar a Henry Fonda. Pues aquí camina poco, pero es cierto que es un actor de esos a los que, como suele decirse, la cámara les quiere. Cuando ellos están (ni siquiera han de hablar, solo estar) todo lo que hay alrededor se atenúa, casi desaparece. Saben mirar, actuar no es hablar.

Decía ayer que hay al menos dos autores del programa oficial de 2º de Bachillerato cuya explicación puede ilustrarse con esta película: Platón y Kant. A ver si lo explico sin asustar al personal.

Por lo que se refiere a Platón, el sentido de su filosofía no es otro que el de la búsqueda de la verdad, una búsqueda tenaz a la que el filósofo ateniense dedicó su vida, frente a los sofistas, frente a la doxa. Al igual que Platón, Henry Fonda abomina de la falsedad y de la apariencia de verdad, que es un modo enmascarado del error. La verdad, o su aspiración, es para el autor de la República la obligación del filósofo. Porque si la verdad es relativa, si todo vale, los sofistas tienen razón, y la verdad sería propiedad del que mejor sabe expresarla, del que mejor provecho sacará retóricamente de ella. Es decir, el muchacho que ha sido juzgado por el asesinato de su padre será condenado a muerte porque todo parece indicar que es culpable. Por eso, nunca está de más dedicar unos minutos a contemplar esa heroica lucha y reflexionar sobre la hermosa metáfora que representa Henry Fonda.

Recordemos una historia de la que ya hemos hablado: el mito de la caverna. Platón nos habla de unos prisioneros encadenados que no pueden hacer otra cosa que mirar al fondo de la caverna, en la que solo contemplan ecos y sombras, que toman por la verdadera realidad. Es decir, confunden realidad y apariencia de realidad. Un clásico de la filosofía. Proponía Platón que alguien desatase a esos prisioneros y les hiciese ver la diferencia entre lo que ellos ven (lo aparente) y lo que realmente hay (el ser, las esencias). De lo primero únicamente puede haber opinión (doxa), de lo segundo hay conocimiento genuino (episteme,), certeza, ciencia. Pero salir de la caverna es largo y el camino es arduo. Propone Platón que alguien les obligue (qué mal suena esto de obligar, pero a todos nos parece un logro la enseñanza obligatoria: no será tan tiránica la cosa) y que asciendan dificultosamente a la luz.

En la película ocurre lo mismo. Once personas están cómodamente instaladas en sus creencias y opiniones. Juntitos, al calor del rebaño, compartiendo prejuicios, conscientes de que su vecino de cadenas es como él y eso de estar juntos los iguales reconforta hasta tal punto que los desiguales se aprietan unos contra otros para parecer más iguales de lo que en realidad son. La psicología social ha estudiado esto muy bien.

También en la asignatura de Psicología suelo hablaros de la profecía autocumplida. Aquí vemos una de libro, que responde a esa dialéctica apariencia/realidad. Dice Henry Fonda en un momento de la película esto: “He visto tantas pruebas acusadoras que todo el mundo parece creer que va a ser condenado”. Subrayo parece creer. Nuevamente las creencias, las apariencias. Por eso en derecho hay que ser tan formalista y garantista, para evitar esos pareceres, esas creencias que no son más que prejuicios instalados, tatuajes epistemológicos y morales de los que no es fácil desprenderse, sombras que tomamos por luces. Siempre hay que desconfiar, ser críticos, no aceptar más que aquello que está bien demostrado o, al menos, bien razonado.

Platón 427-347Esos once ven las sombras, más bien los ecos, que no son otra cosa que lo que los abogados han ido diciendo durante el juicio. No es la realidad, a quién le importa la realidad (en todo caso, al juez). Abogados y fiscales tienen su particular función. Un abogado, suele decirse, no sirve a la verdad, sino a su cliente. En este sentido, serían aquellos que describe Platón en su alegoría tras el muro, indicando a los prisioneros lo que hay que oír y ver, sabiendo que no es la realidad entera, sino los fragmentos significativos para su función, los ecos, lo que quieren que sepan. Y ya se sabe que una media verdad no es exactamente la mitad de la verdad, sino un tipo de mentira. Que no se enfade el gremio de abogados, cumplen casi todos muy bien con sus obligaciones.

Pero hay uno que debe tener flojas las ligaduras y sospecha que eso que quieren otros que vea puede que no sea la verdad, al menos no toda la verdad. Es más, insiste en que no dice que el chico no sea culpable, sino que no está seguro. Dicho de otro modo, acepta su condición falible. Tal vez sea la figura que Platón propone, un Sócrates mayéutico que va sacando a la luz lo que estaba dentro, pero no veían. Estupenda metáfora porque, en efecto, uno de los miembros del jurado tiene un problema de visión, el mismo que una testigo que asegura haber visto lo que no ha podido ver (bien). Este Sócrates/Henry Fonda lleva a sus compañeros de jurado a contradicciones, a partir de las cuales hay que ascender al conocimiento de la verdad. Puro Sócrates que ha cambiando su túnica por una ligera chaqueta del siglo XX para disimular.

No obstante, hay una diferencia importante: Platón buscaba a través de Sócrates la Verdad, las esencias o ideas. Número 8 no está nunca seguro. Pero al menos renuncia al camino erróneo de las apariencias. Es decir, sabe al menos que la apariencia no es la verdad, aunque nunca sepamos exactamente lo que es la verdad. Dicho de otro modo, renunciamos al prejuicio, a lo que Parménides llamaba el camino de los dormidos. Pero los tiempos actuales son más modestos con el asunto de la verdad, si algo hemos aprendido es a conformarnos con unas verdades siempre dispuestas a ser pulidas y contrastadas, lo que no significa que todo valga.

En el símil de la caverna también hay implicaciones morales y políticas. Quien asciende a la verdad debe posteriormente ocuparse de los asuntos de la comunidad con esos conocimientos adquiridos. Utópico Platón… Sin embargo, aunque la institución del jurado parezca democrática (lo puede ser cualquiera), es preciso atenerse a algunas normas, no vale cualquier cosa. Al menos en España, no sé cómo funciona en otros países. Recuerdo un caso en el que el juez volvió a reunir al jurado porque no habían argumentado lo suficiente su resolución. Dicho de otra manera, puede que la elección sea democrática, pero no lo es la verdad. La lógica no es democrática y la argumentación tiene reglas. No se discuten las leyes de la lógica. Eso lo sabe Henry Fonda, al que enseguida catalogan de líder. Al igual que Sócrates, se erige en una especie de regenerador, de donante de incertidumbres. Sus dudas son genuinas. Son dudas que podríamos calificar de científicas: el que dice que sabemos muy poco en comparación con lo que ignoramos, que podemos equivocarnos, que no vemos las cosas claras, no puede ser un fundamentalista de nada. Fiémonos de quienes no lo saben todo, de quienes se equivocan y lo reconocen. Huyamos que quienes dicen saberlo todo, de quienes tienen todas las respuestas. Esos están atados de tobillos, manos, cuello y cintura al fondo de la caverna y tienen pies dentro de un cubo de hormigón. Estarán tan a gusto en su zona de confort y reaccionarán violentamente ante las dudas. Han construido su vida con débiles creencias que defienden con fiereza a falta de argumentos.

Pero la verdad es también, dice Platón y lo practica Henry Fonda en esta película, un deber del ciudadano, del todo ser humano. Sin embargo, parece que al comienzo sólo él es consciente. Por eso lo podemos considerar un héroe: porque va más allá de sus deberes legales. Cuando los demás callan y se acomodan a sus ataduras, él habla muestra las contradicciones, los errores y los prejuicios.

Imannuel kant - Immanuel kantY Kant, también Kant. No su teoría del conocimiento, sino su filosofía práctica, siempre vigente e interesante. En un libro del que tendré que hablar algún día, Lo que Sócrates diría a Woody Allen, su autor, Juan Antonio Rivera, dice esto: “…el cine ha mostrado profusamente su inclinación por posturas de deontologismo heroico, más que por otras de naturaleza utilitarista. Las pantallas han sido visitadas mucho más a menudo por seres humanos de celuloide que prefirieron actuar de acuerdo con su sentido del deber (y desentendiéndose de cualquier cálculo de las consecuencias más convenientes) aun si ello comprometía su propia vida o la de otros” (1). 

Como ya hemos indicado, Kant proponía el deber, el respeto al deber, como guía de accións. Eso es lo que significa deontología: un tipo de filosofía moral, que insiste en que los debere (deón) han de ser la guía de la acción. No debemos hacer el mal, lo contrario al deber, pero tampoco hay que actuar conforme al deber buscando una recompensa o reconocimiento, sino proceder así porque es lo correcto, independientemente de las consecuencias. Por lo tanto, Número 8 es uno de esos kantianos, probablemente sin saberlo, como tantos que conocemos, que se la juegan por lo que es correcto, aun cuando eso les puede costar caro. Estoy pensando en los verdaderos héroes de la Historia, pero también en esas personas que nos rodean y que no ceden al camaleonismo, la ruindad, la maldad y el clientelismo. Esos también son kantianos.

El filósofo prusiano insistía en que en cuestiones morales hay que evitar la heteronomía, es decir, dejarse llevar por las opiniones dominantes, por el mal llamado sentido común, por lo que todos creen que es lo bueno. Lo genuino del hombre libre es la autonomía, el pensamiento propio. Esto es, el pensamiento. En esa pléyade de santos cinematográficos kantianos ocupa Número 8 un lugar central. Pero también Atticus Finch, al igual que el sheriff de Solo ante el peligro… Tantos… Es muy cinematográfico. Lo malo es que en la realidad se dan algo menos y la apisonadora de la Historia se los suele llevar o arrinconar. Galileo, Bruno, Servet, Darwin, Voltaire, Nietzsche, Walter Benjamin, Martin Luther King… Y, como ya he dicho, todas las personas buenas de cuyo nombre ya nadie se acuerda pero cuyo paso por el mundo es imprescindible.

Todos ellos han sido personas libres. Tan libres como ese Número 8, al que después se unió Número 9 y finalmente el resto. Seguramente, todos estarían de acuerdo con esta maravillosa definición que dio Nietzsche del hombre libre. Según él, es aquel “que piensa de otro modo de lo que podría esperarse de su origen, de sus relaciones, de su situación y de su empleo o de las opiniones reinantes en su tiempo” (2).

Pero ser libre no está al alcance de todos. O es muy costoso.


(1) Juan Antonio Rivera: Lo que Sócrates diría a Woody Allen, ed. Espasa, Barcelona, 2004, p. 280.

(2) Friedrich Nietzsche: Humano, demasiado humano, I, ed. Tecnos, Madrid, 2019, § 225.



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