miércoles, 12 de enero de 2022

Diario de un profesor peliculero (64): de dos adioses, del adiós a la fraternidad

He vuelto a ver dos películas que terminan con un profesor despidiéndose de sus alumnos. La primera es Esta tierra es mía (Jean Renoir, 1943); la segunda, Adiós, muchachos (Louis Malle, 1987). Vamos con el spoiler, que no falte.

En Esta tierra es mía se cuenta la historia de un maestro de escuela, enamorado sin esperanza de la otra maestra del pueblo. Él es un tipo apocado, que solo quiere vivir tranquilo y cuya mayor aspiración es una mirada de su compañera docente, ni siquiera se atreve a imaginar más. Sin embargo, llega la Segunda Guerra Mundial y todo cambia. El maestro quiere seguir igual, como si la nueva situación no fuera con él; descontento, pero no dispuesto a significarse ni a alterar en nada su vida. Como suele decirse, mira para otro lado mientras los acontecimientos se van sucediendo… y le van alcanzando. El hermano de su enamorada está en la resistencia, es detenido, el drama le toca por fin de cerca. Ya no es asunto de otros, los disparos afectarán al corazón de su amada y, por delegación, al suyo.

Desde luego, esto es una conducta muy común. Todos estamos en contra de multitud de injusticias. Otra cosa es lo próximas que nos resultan estas injusticias. Sabemos que un asesinato en la otra punta del mundo es algo tan terrible como un asesinato en la puerta de nuestra casa. Un atentado terrorista en Afganistán es tan horroroso como los que se perpetraron el 11-M en Madrid. Sin embargo, la aritmética no distribuye equivalencia emotiva. Sabemos que es igual, pero no sentimos que sea igual. Naturalmente, lo es, la razón nos lo dice. Pero no hemos estado en Afganistán y sí, muy a menudo, en Madrid.

Las emociones están de moda, pero tienen indudables peligros. Uno de ellos es que nos conmueva (con-mueva) más una situación que otra, es decir, que sintamos que no es lo mismo un asesinato de los nuestros (los españoles, los blancos, los varones, lo católicos, los hablantes de un idioma, los simpatizantes de cualquier causa…) que un asesinato de los otros. Esta discriminación moral puede tener su origen en la emotividad, algo tan natural como peligroso. La razón debería indicarnos que la especie humana posee dignidad (siempre Kant) y que las diferencias raciales, idiomáticas o religiosas son irrelevantes.

El maestro de la película, un siempre magnífico Charles Laughton, permanece no del todo indiferente, pero sí distante, a salvo, protegiéndose para no meterse en líos. Es aquello que decía el famoso poema, atribuido falsamente a Bertolt Brecht, pero que en realidad escribió Martin Niemöller:

Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,
guardé silencio,
porque yo no era comunista,

Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
porque yo no era socialdemócrata,

Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
porque yo no era sindicalista,

Cuando vinieron a llevarse a los judíos,
no protesté,
porque yo no era judío,

Cuando vinieron a buscarme,
no había nadie más que pudiera protestar.

El maestro no es nada de eso, parece que no debe temer. Pero el paso que da es por el amor (imposible, improbable) hacia una mujer cuyo hermano puede ser fusilado. Él no es consciente de que finalmente no habrá nadie más que pueda protestar, pero su mundo es aún ese amor utópico y platónico, ese amor que se hace empírico cuando la realidad le azota en la cara. Aunque la toma de conciencia política no es por convicción, sino sentimental, el paso es valiente, arriesga todo. Y pierde.

Pero en su condición trágica hay un gesto de grandeza. Es un héroe porque no se doblega finalmente. Es un héroe por un instante y eso es suficiente. Es más, sabe que le detendrán y, sin embargo, arriesga. Sabe también que probablemente no volverá a ver a su amada, pese a lo cual le deja el recuerdo de un hombre valiente que se enfrenta al mal. Ya no es el timorato maestrillo atribulado por las circunstancias que se enamorado tímidamente de su compañera. Ahora es un hombre íntegro que mantiene la dignidad y entrega el testigo a esos niños que no le olvidarán. Les lee los artículos de la Declaración de Derecho del Hombre y el Ciudadano. Los alumnos no parecen entender demasiado el gesto, el germen que habrá que abonar; uno tras otro va escuchando al maestro. Hasta que aparecen los soldados y él forma parte de un verso que no está en el poema de Niemöller: “Vinieron a llevarse a los maestros, a esos que adoctrinaban a sus alumnos con derechos y libertad”.

La secuencia termina con él, detenido pero no vencido, que se vuelve y se despide de sus alumnos con tres palabras definitivas: “Au revoir, citoyens”; es decir, “Adiós, ciudadanos”. No les dice niños, alumnos, estudiantes o algo similar. No: ciudadanos. Esto es, sujetos de deberes y derechos, participantes activos en la vida pública, interlocutores válidos en un contrato social. Muy pequeños aún, pero la semilla de la libertad hay que regarla y dejarla germinar, cuidarla y protegerla.Esta película está ambientada en un internado francés que recibe niños y adolescentes de diversas procedencias. Vemos los roles de cada uno de ellos, su impostada madurez, su miedo, su afán por pertenecer al grupo. Parece algo muy análogo a lo que hemos visto tantas veces en películas similares. Pero aquí hay algo que todo lo cambia: uno de los internos es judío. Está allí alojado con nombre falso (Jean Bonnet) y poco a poco vamos descubriendo que no ha podido esconderse sin ayuda externa, es decir, alguien de la dirección del colegio conoce la situación y es cómplice de humanidad.

Por eso los nazis no dejaron fuera del exterminio a los niños, nada escapaba en el presente para que no hubiera futuro. Es algo que podemos ver en la segunda de las películas: Adiós, muchachos. No solo hay que buscar a los judíos adultos, hay que buscar también a los niños judíos.

Ese poco a poco es también el tempo con el que el protagonista de la historia -Julien, al parecer el propio Louis Malle- toma conciencia de lo que está pasando. Al principio acosa, humilla, se ríe del nuevo. Es un pillo de poca monta con aires de grandeza, uno más que necesita ser aceptado, que la toma con los demás porque no se siente lo suficientemente querido por una madre que aparece muy de vez en cuando (el mal llamado “tiempo de calidad”, eufemismo que esconde la falta de cantidad de tiempo). Asistimos a una toma de conciencia que, según parece, acompañó a Louis Malle toda su vida. Si vemos la última escena, cuando el alemán empieza a sacar a los niños franceses de la fila, uno de ellos pregunta: “¿Crees que nos van a llevar?”, a lo que otro responde: “Nosotros no hemos hecho nada”. Todo ante la mirada de Julien, que escucha y ya sabe que no es necesario no haber hecho nada para que a uno se lo lleven. No es hacer: es ser. No se hacen cosas judías, se es judío. Nuevamente el poema de Niemöller.

Vemos en esa escalofriante secuencia final que el padre Jean aparece con unos alumnos presumiblemente judíos. Se lo llevan. Los estudiantes, espontáneamente, se despiden de él: “Au revoir, mon père!”. El clérigo se detiene: “Au revoir, les enfants, à bientôt!”. Está sereno frente al clamor afectivo de los jóvenes, firme, sabe que ha cumplido con su deber de cristiano y de persona. Los soldados, como en la película anterior, se lo llevan con los tres estudiantes judíos. El último es el amigo de Julien, Jean Bonnet, la persona en la que la condición de francés es menos importante que la de judío. No se los llevan por lo que hacen, sino por lo que son.

La información que nos da el director de la película no por conocida es menos terrible: los tres alumnos murieron en Auschwitz, el padre Jean en Mauthausen. Y añade Louis Malle: “Han pasado más de 40 años, pero, hasta mi muerte, recordaré cada segundo de aquella mañana de enero”.

Ahora que hay tantas corrientes que desprecian la memoria en la educación, convendría recordar que la memoria no determina el futuro, pero permite entender el presente. Todos los que nos dedicamos a la docencia vemos como crece entre muchos sectores de alumnado una pose dogmática, ideológicamente fanática, que entroniza a tiranos y sucumbe ante consignas que les tranquilizan porque encuentran fácilmente culpables y apelan a sus vísceras, no a la razón. Me he encontrado recientemente -cada vez más- algunos que simpatizan con esas ideologías nazis o neonazis, alumnos cuyo color de piel o procedencia les haría rápidos candidatos a esos campos de exterminio. No saben y no quieren saber. Cuando hablamos en clase de estos temas o vemos algún audiovisual alucinan (por decirlo muy coloquialmente). Porque no saben y, lo que es peor, han renunciado a saber. Los buscadores de internet siguen ahí, claro que sí, pero no saben qué buscar y la mayoría son incapaces de distinguir un hecho histórico de una interpretación interesada. Por supuesto, se tragan todo eso que se ha dado el llamar fake news, paparruchas tóxicas. Las redes sociales, salvo excepciones, colaboran al vomitorio que renuncia al conocimiento racional y a los principios filosóficos que germinan y confluyen finalmente en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

No estamos a salvo de la intolerancia. Lo supimos en Europa cuando, a comienzo de la última década del siglo pasado, estalló la Guerra de los Balcanes y volvimos a saber de campos de exterminio, matanzas en masa, genocidios y limpieza étnica. En el corazón de Europa. Parece que la vacuna de las dos guerras mundiales no fue suficiente. El olvido voluntario y la renuncia a los principios de la razón y la tolerancia conducen al precipicio.

Y eso en Europa, que nos cae cerca. En otras partes del mundo es el pan nuestro de cada día. Pero sale poco en los medios y, en consecuencia, no existe. Pese a que (casi) todos tenemos claro que una vida vale lo mismo que otra vida y que la DUDH es eso, universal, los crímenes y atentados masivos afectan menos a medida que se alejan: geográfica, religiosa, cultural o idiomáticamente. Y por eso hay que insistir en ese principio filosófico kantiano, que no es otra cosa que una formulación de la regla de oro: trata a los demás como fines y no como medios, trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti; es decir, amarás al prójimo como a ti mismo.

Ni en una película ni en la otra vemos que esos nazis consideran prójimo al que está cerca, sino al que no es ario, en su delirante cosmovisión. Insisto: hay que seguir cultivando la memoria y abonándola con los principios morales básicos de justicia y dignidad. Quizá algún día no sea necesario que nadie diga esto: “Au revoir, les enfants, au revoir, les citoyens!”.

                                     

                                     

Final de Esta tierra es mía:

https://www.youtube.com/watch?v=gYrbMbQoTt0

 

Final de Adiós, muchachos:

https://www.youtube.com/watch?v=d2kIZxHkSNg                       

 

Más información sobre Adiós, muchachos:

https://educomunicacion.es/cineyeducacion/temas_adios_muchachos.htm

http://www.muchomasquecine.com/documentos/material/2_AuRevoirlesEnfants.pdf



Procedencia de las imágenes: 

https://www.filmaffinity.com/es/film110487.html

https://www.filmaffinity.com/es/movieimage.php?imageId=476282278


domingo, 9 de enero de 2022

Un año de 'Algo así te dije'

Como ya sabéis, hace un año que publiqué este modesto libro de relatos. Hace justo un año, así que hasta el miércoles lo pongo a precio de no-precio; es decir, descarga gratis, para quien lo desee. Hasta el miércoles.

Para celebrar ese año y para desear que el 2022 sea algo mejor que los dos anteriores, que lo tiene fácil... 


https://www.amazon.es/ALGO-DIJE-ENRIQUE-CEJUDO-BOREGA-ebook/dp/B08SCG2LVJ