miércoles, 25 de mayo de 2022

Ejercicio sobre el libro 'Ética para Amador', de Fernando Savater

Ya conoces a las termitas, esas hormigas blancas que en África levantan impresionantes hormigueros de varios metros de alto y duros como la piedra. Dado que el cuerpo de las termitas es blando, por carecer de la coraza quitinosa que protege a otros insectos, el hormiguero les sirve de caparazón colectivo contra ciertas hormigas enemigas, mejor armadas que ellas. Pero a veces uno de esos hormigueros se derrumba, por culpa de una riada o de un elefante (a los elefantes les gusta rascarse los flancos contra los termiteros, qué le vamos a hacer). En seguida, las termitas-obrero se ponen a trabajar para reconstruir su dañada fortaleza, a toda prisa. Y las grandes hormigas enemigas se lanzan al asalto. Las termitas-soldado salen a defender a su tribu e intentan detener a las enemigas. Como ni por tamaño ni por armamento pueden competir con ellas, se cuelgan de las asaltantes intentando frenar todo lo posible su marcha, mientras las feroces mandíbulas de sus asaltantes las van despedazando. Las obreras trabajan con toda celeridad y se ocupan de cerrar otra vez el termitero derruido... pero lo cierran dejando fuera a las pobres y heroicas termitas-soldado, que sacrifican sus vidas por la seguridad de las demás. ¿No merecen acaso una medalla, por lo menos? ¿No es justo decir que son valientes?

Cambio de escenario, pero no de tema. En la Ilíada, Homero cuenta la historia de Héctor, el mejor guerrero de Troya, que espera a pie firme fuera de las murallas de la ciudad a Aquiles, el enfurecido campeón de los aqueos, aun sabiendo que éste es más fuerte que él, y que probablemente va a matarle. Lo hace por cumplir su deber, que consiste en defender a su familia y a sus conciudadanos del terrible asaltante. Nadie duda de que Héctor es un héroe, un auténtico valiente. Pero ¿es Héctor heroico y valiente del mismo modo que las termitas-soldado, cuya gesta millones de veces repetida ningún Homero se ha molestado en contar? ¿No hace Héctor, a fin de cuentas, lo mismo que cualquiera de las termitas anónimas? ¿Por qué nos parece su valor más auténtico y más difícil que el de los insectos? ¿Cuál es la diferencia entre un caso y otro?

Sencillamente, la diferencia estriba en que las termitas-soldado luchan y mueren porque tienen que hacerlo, sin poderlo remediar (como la araña que se come a la mosca). Héctor, en cambio, sale a enfrentarse con Aquiles porque quiere. Las termitas-soldado no pueden desertar, ni rebelarse, ni remolonear para que otras vayan en su lugar: están programadas necesariamente por la naturaleza para cumplir su heroica misión. El caso de Héctor es distinto. Podría decir que está enfermo o que no le da la gana enfrentarse a alguien más fuerte que él. Quizá sus conciudadanos le llamasen cobarde y le tuviesen por un caradura o quizá le preguntasen qué otro plan se le ocurre para frenar a Aquiles, pero es indudable que tiene la posibilidad de negarse a ser héroe. Por mucha presión que los demás ejerzan sobre él, siempre podría escaparse de lo que se supone que debe hacer: no está programado para ser héroe, ningún hombre lo está. De ahí que tenga mérito su gesto y que Homero cuente su historia con épica emoción. A diferencia de las termitas decimos que Héctor es libre y por eso admiramos su valor.

Y así llegamos a la palabra fundamental de todo este embrollo: libertad. Los animales (y no digamos ya los minerales o las plantas) no tienen más remedio que ser como son y hacer lo que están programados para hacer. No se les puede reprochar que lo hagan ni aplaudirles por ello porque no saben comportarse de otro modo. (...)

Héctor hubiese podido decir: ¡a la porra con todo! Podría haberse disfrazado de mujer para escapar por la noche de Troya, o haberse fingido enfermo o loco para no combatir, o haberse arrodillado ante Aquiles ofreciéndole sus servicios como guía para invadir Troya por su lado más débil; también podría haberse inventado una nueva religión que dijese que no hay que luchar contra los enemigos sino poner la otra mejilla cuando nos abofetean. Me dirás que todos estos comportamientos hubiesen sido bastante raros, dado quien era Héctor y la educación que había recibido. Pero tienes que reconocer que no son hipótesis imposibles, mientras que un castor que fabrique panales o una termita desertora no son algo raro sino estrictamente imposible. Con los hombres nunca puede uno estar seguro del todo, mientras que con los animales o con otros seres naturales sí. Por mucha programación biológica o cultural que tengamos, los hombres siempre podemos optar finalmente por algo que no esté en el programa (al menos que no esté del todo). Podemos decir "sí" o "no", quiero o no quiero. Por muy achuchados que nos veamos por las circunstancias, nunca tenemos un solo camino a seguir sino varios.

Cuando te hablo de libertad es a esto a lo que me refiero. A lo que nos diferencia de las termitas y de las mareas, de todo lo que se mueve de modo necesario e irremediable. Cierto que no podemos hacer cualquier cosa que queramos, pero también cierto que no estamos obligados a querer hacer una sola cosa. Y aquí conviene señalar dos aclaraciones respecto a la libertad:

Primera: No somos libres de elegir lo que nos pasa (haber nacido tal día, de tales padres y en tal país, padecer un cáncer o ser atropellados por un coche, ser guapos o feos, que los aqueos se empeñen en conquistar nuestra ciudad, etc.), sino libres para responder a lo que nos pasa de tal o cual modo obedecer o rebelarnos, ser prudentes o temerarios, vengativos o resignados, vestirnos a la moda o disfrazarnos de oso de las cavernas, defender Troya, etc.).

Segunda: (...) No es lo mismo la libertad (que consiste en elegir dentro de lo posible) que la omnipotencia (que sería conseguir siempre lo que uno quiere, aunque pareciese imposible). (...) Hay cosas que dependen de mi voluntad (y eso es ser libre) pero no todo depende de mi voluntad (entonces sería omnipotente). (...)

En la realidad existen muchas fuerzas que limitan nuestra libertad, desde terremotos o enfermedades hasta tiranos. (...) Si hablas con la gente, sin embargo, verás que la mayoría tiene muchas más conciencia de los que limita su libertad que de la libertad misma. Te dirán: "¿Libertad? ¿Pero de qué libertad me hablas? ¿Cómo vamos a ser libres, si nos comen el coco desde la televisión, si los gobernantes nos engañan y nos manipulan, si los terroristas nos amenazan, si las drogas nos esclavizan, y si además me falta dinero para comprarme una moto, que es lo que no quisiera?" En cuanto te fijes un poco, verás que los que así hablan parece que se están quejando pero en realidad se encuentran muy satisfechos de saber que no son libres. En el fondo piensan: "¡Uf! ¡Menudo peso nos hemos quitado de encima! Como no somos libres, no podemos tener la culpa de nada de lo que nos ocurra..." (...)

Cuando cualquiera se empeñe en negarte que los hombres somos libres, te aconsejo que le apliques la prueba de filósofo romano. En la antigüedad, un filósofo romano discutía con un amigo que le negaba la libertad humana y aseguraba que todos los hombres no tienen más remedio que hacer lo que hacen. El filósofo cogió su bastón y comenzó a darle estacazos con toda su fuerza. "¡Para, ya está bien, no me pegues más!", le decía el otro. Y el filósofo, sin dejar de zurrarle, continuó argumentando: "¿No dices que no soy libre y que lo que hago no tengo más remedio que hacerlo? Pues entonces no gastes saliva pidiéndome que pare: soy automático". Hasta que el amigo no reconoció que el filósofo podía libremente dejar de pegarle, el filósofo no suspendió su paliza. La prueba es buena, pero no debes utilizarla más que en último extremo y siempre con amigos que no sepan artes marciales...

En resumen: a diferencia de otros seres vivos o inanimados, los hombres podemos inventar y elegir en parte nuestra forma de vida. (...) Y como podemos inventar y elegir, podemos equivocarnos, que es algo que a los castores, las abejas y las termitas no suele pasarles. De modo que parece prudente fijarnos bien en lo que hacemos y procurar adquirir un cierto saber vivir que nos permita acertar. A ese saber vivir, o arte de vivir si prefieres, es a lo que llaman ética.

                       

Fernando SAVATER: Ética para Amador, ed. Ariel, Barcelona, 1991, págs. 24-33.

 

 

EJERCICIOS:

 

  1. Diferencia la libertad de Héctor de la que pudieran tener las termitas.
  2. ¿Dirías que Savater sostiene que somos libres o que no? Copia una frase en el desarrollo de tu argumentación para apoyar lo que dices.
  3. ¿Por qué sostiene Savater que hay personas que buscan excusas para no ejercer su libertad? Enuncia dos excusas más que puedan ofrecerse con el fin de negar la libertad.

lunes, 9 de mayo de 2022

Diario de un profesor peliculero (66): de las películas de juicios

Me gustan mucho las películas de juicios. Son casi un género en sí mismo, un clásico. Ya he hablado mucho de alguna de ellas, especialmente Matar a un ruiseñor y, sobre todo, Doce hombres sin piedad.

He visto alguna hace poco. Una plataforma de cine en casa tiene una colección muy recomendable de ellas, “Los mejores juicios”. Hace un par de días vi Una íntima convicción (Antoine Raimbault, Francia, 2019). Como muchas de las películas que hablan de juicios, juega con dos elementos muy interesantes desde el punto de vista filosófico. Uno de ellos es la distinción entre apariencia y realidad. El otro es la diferencia entre convicción moral y convicción legal.

El primero es un tema de epistemología, de teoría del conocimiento. Imposible no remontarse a Platón y su célebre alegoría de la caverna. De hecho, en esta narración se encuentra casi todo lo que después será nuestra historia de la filosofía occidental. Muy someramente -ya lo hemos visto páginas atrás-, se trata de unos prisioneros que, atados de pies y manos desde su infancia, no tienen más remedio que mirar al fondo de la caverna, donde ven sombras y oyen ecos que otras personas proyectan en el fondo. Estos engañadores creen que son la realidad, pero se equivocan: lo real está más allá, inaccesible para ellos. Sin embargo, ellos también son fruto del engaño, más bien de la limitación de sus sentidos, pues más allá están los conceptos, las ideas, las esencias. Dicho de otro modo, lo que es no siempre coincide con lo que parece ser.

En todo juicio vemos algo similar. En Derecho se habla de pruebas. Eso sería el saber, el conocimiento definitivo, la episteme. Sin embargo, los abogados suelen ponerlas en tela de juicio y hacen aparecer la realidad de un modo confuso, relativo, poco sólido, dudable. Serían -perdón, letrados- como esos sofistas empeñados en que el juez y los jurados vean una parte de la realidad, lo conveniente, lo que interesa a su cliente. Dicho de otro modo, juegan en el campo del parecer, no del ser. El que debe estar interesado en la verdad es el propio juez, un desbrozador de apariencias, un indagador de lo que hay tras lo que parece que hay. No siempre es fácil, por eso a menudo precisan de la ayuda de peritos independientes, porque los que traen las partes son precisamente eso: peritos de parte, es decir, su motivación es el interés, no la verdad. No quiero decir con esto, claro está, que mientan (aunque supongo que a veces sí), sino que toman esa parte de la realidad que es más favorable a los intereses de sus pagadores, ignorando o ridiculizando todo lo demás. Si todo estuviese claro a la primera, los juicios serían muy rápidos, cuando no innecesarios.  No olvidemos que lo que hay en ellos es un litigio, casi siempre con un fondo económico y que es el juez el que debe decidir quién tiene razón, cuánta parte de razón y cómo se tasa esa razón.

Nuestros sentidos nos engañan, ninguna novedad desde Platón, e incluso antes. En el célebre poema de Parménides ya se habla de la vía de la verdad (aletheia) y la vía de la opinión (doxa). La primera tiene a la razón como su instrumento y busca la objetividad, el ser, lo uno, la verdad. Por el contrario, la vía de la opinión es la apariencia, lo subjetivo, lo múltiple, lo relativo. Todo eso lo reproduce después Platón y lo ejemplifica en su conocida alegoría. Y seguimos viéndolo en las películas de juicios.

A menudo tenemos en alguna de esas películas nombradas al abogado parmenídeo y platónico contra la confusión interesada (a río revuelto, ganancia de pescadores), contra una aparente realidad en la que lo que parece ser no es. Dicho de otro modo, los prisioneros de la caverna (¿jurado, jueces?) siguen viendo el fondo, los reflejos, las sombras, y el abogado es esa figura que les obliga a volver la cabeza. Es Atticus Finch, claro.

No siempre es así. También tenemos la figura del letrado que inyecta confusión, que hace dudar a testigos y a encausados para demostrar que nada es seguro y que sobre esas arenas movedizas nada se puede edificar, por lo que, nuevamente, a río revuelto, ganancia de pescadores. En este caso, sería el juez quien debe dirigir la investigación, separa el grano de la paja y poner orden entre lo que es y lo que parece ser. Dicho de otro modo, menos doxa y más aletheia.

El otro elemento del que hablábamos al comienzo es más puramente jurídico y nos llevaría a una cuestión primordial, a un principio del Derecho: la presunción de inocencia o, dicho de otro modo, ese axioma que debe aplicarse siempre: in dubio pro reo; es decir, en la duda hay que decidir siempre en favor del acusado. Cuando llevo esto al aula siempre aparece la figura del vengador del pueblo. Lo que, por cierto, me recuerda a una secuencia de Doce hombres sin piedad en la que Henry Fonda reprocha a un miembro del jurado precisamente eso: erigirse en vengador del pueblo, lo que en realidad quiere decir que está utilizando el caso para proyectar sus resentimientos y prejuicios sobre el acusado. En casi todas las aulas hay alguno. Le pregunto qué haría él y me dice que no se puede dejar a culpables en libertad. Pero la pregunta es precisamente esa, que se formula porque la incertidumbre existe: ¿estamos seguros de que es culpable? O, dicho de otro modo, ¿la seguridad moral es lo mismo que la seguridad jurídica? ¿Basta la sospecha como argumento? Incluso, llevándolo más allá, ¿son aceptables las pruebas obtenidas ilegalmente? Eso nos sumiría en una inseguridad jurídica terrible. Si la policía no está al servicio de la ley, sino que es la ley, entonces el estado de derecho se desvanece y lo que tenemos es el estado de no-hay-derecho, una suerte de Gran Hermano que todo lo vigila y en el que las libertades individuales se han evaporado, se han perdido como lágrimas en la lluvia.

Sigo provocando la discusión. ¿Por qué hay que demostrar la culpabilidad y no la inocencia? ¿A dónde nos llevaría cambiar las tornas? ¿Puedo yo demostrar que no maté a Kennedy, que no informé al terrorista de las costumbres y horarios de su víctima, que no estaba en el lugar en el que se cometió el delito, que no fui yo? Dicho de otro modo, la eliminación de la presunción de inocencia nos arroja a la intemperie, nos quedamos sin derechos y somos culpables simplemente porque alguien ha decidido que lo seamos. En España sabemos mucho de esto. No hay más que ver ciertos programas de supuesta investigación que acusan sin demostrar, que levantan sospechas sin apoyo ni pruebas. ¿Recuerda alguien el linchamiento mediático y la condena posterior de Dolores Vázquez, acusada de matar a Rocío Wanninkhof? Era inocente, pero pasó unos cuantos meses en la cárcel. Casi todo el mundo emitió un veredicto basado en creencias, en apariencias. En prejuicios.

Y mejor no nos remontamos hasta nuestra doméstica guerra civil en la que cualquier conflicto entre vecinos podía terminar en detención, paseo y cuneta. ¿Juicio? Cuando no hay Derecho, no hay derechos.

Por eso es preciso ser tan garantista. A los estudiantes justicieros les pregunto qué pasaría si fueran ellos los acusados. Enseguida se indignan: “¡Pero es que yo no he sido!”. Claro, les replico. Pero es tu palabra contra la de la persona que te acusa de algo. ¿Puedes demostrar que no lo hiciste, que no estabas allí, que no fuiste tú? En ese momento empiezan a entender la importancia de la presunción de inocencia y la diferencia entre la certeza moral y la certeza legal. La primera, como ya hemos dicho, está repleta de prejuicios y creencias; la segunda, por el contrario, exige pruebas. Por eso, cuando hablamos de teoría del conocimiento les digo que la carga de la prueba siempre la ha de llevar quien afirma, no quien niega. Es decir, si la discusión es, por ejemplo, si existen los extraterrestres, quien ha de demostrar algo es quien afirma que existen, no quien niega o duda. También suelo añadir esa frase, atribuida a Hume, aunque probablemente apócrifa: “Afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias”. Según leo, fue popularizada por Carl Sagan y se ha convertido en una especie de eslogan del movimiento escéptico.

Llevado esto último a las películas de juicios y a nuestro tema, ello exigiría una precaución absoluta a la hora de dar algo por definitivo y probado. No caigamos, sin embargo, en un relativismo estéril y peligroso. Esas precauciones epistemológicas lo son precisamente porque queremos buscar la verdad, conquistarla. Y no es sencillo. Recordemos que Platón la situaba al final de un escarpado camino que hay que recorrer con tanta decisión como dificultad. Y esa es la tarea que han decidido emprender abogados como Atticus Finch, como tantos otros, como el jurado número 8 de Doce hombres sin piedad. La verdad no siempre saldrá triunfante, pero eso solo indica que la sofística, la razón instrumental y el fanatismo son poderosos enemigos a los que hay que combatir. El camino de la verdad, Parménides dixit, nunca ha sido sencillo.

  

 

Poema de Parménides:

https://juanfermejia.files.wordpress.com/2010/04/parmenides-poemadelanaturaleza.pdf



Procedencia de las imágenes:

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https://www.biografiasyvidas.com/biografia/h/hume.htm