Me gustan mucho las películas de juicios. Son casi un género en sí mismo, un clásico. Ya he hablado mucho de alguna de ellas, especialmente Matar a un ruiseñor y, sobre todo, Doce hombres sin piedad.
He visto alguna hace poco. Una plataforma de cine en casa tiene una colección muy recomendable de ellas, “Los mejores juicios”. Hace un par de días vi Una íntima convicción (Antoine Raimbault, Francia, 2019). Como muchas de las películas que hablan de juicios, juega con dos elementos muy interesantes desde el punto de vista filosófico. Uno de ellos es la distinción entre apariencia y realidad. El otro es la diferencia entre convicción moral y convicción legal.
El primero es un tema de epistemología, de teoría del
conocimiento. Imposible no remontarse a Platón y su célebre alegoría de la
caverna. De hecho, en esta narración se encuentra casi todo lo que después será
nuestra historia de la filosofía occidental. Muy someramente -ya lo hemos visto
páginas atrás-, se trata de unos prisioneros que, atados de pies y manos desde
su infancia, no tienen más remedio que mirar al fondo de la caverna, donde ven
sombras y oyen ecos que otras personas proyectan en el fondo. Estos engañadores
creen que son la realidad, pero se equivocan: lo real está más allá,
inaccesible para ellos. Sin embargo, ellos también son fruto del engaño, más
bien de la limitación de sus sentidos, pues más allá están los conceptos, las
ideas, las esencias. Dicho de otro modo, lo que es no siempre coincide con
lo que parece ser.
En todo juicio vemos algo similar. En Derecho se habla de
pruebas. Eso sería el saber, el conocimiento definitivo, la episteme. Sin
embargo, los abogados suelen ponerlas en tela de juicio y hacen aparecer la
realidad de un modo confuso, relativo, poco sólido, dudable. Serían -perdón,
letrados- como esos sofistas empeñados en que el juez y los jurados vean una
parte de la realidad, lo conveniente, lo que interesa a su cliente. Dicho de
otro modo, juegan en el campo del parecer, no del ser. El que debe estar
interesado en la verdad es el propio juez, un desbrozador de apariencias, un
indagador de lo que hay tras lo que parece que hay. No siempre es fácil, por
eso a menudo precisan de la ayuda de peritos independientes, porque los que
traen las partes son precisamente eso: peritos de parte, es decir, su
motivación es el interés, no la verdad. No quiero decir con esto, claro está,
que mientan (aunque supongo que a veces sí), sino que toman esa parte de
la realidad que es más favorable a los intereses de sus pagadores, ignorando o
ridiculizando todo lo demás. Si todo estuviese claro a la primera, los juicios
serían muy rápidos, cuando no innecesarios.
No olvidemos que lo que hay en ellos es un litigio, casi siempre con un
fondo económico y que es el juez el que debe decidir quién tiene razón, cuánta
parte de razón y cómo se tasa esa razón.
Nuestros sentidos nos engañan, ninguna novedad desde Platón,
e incluso antes. En el célebre poema de Parménides ya se habla de la vía de la
verdad (aletheia) y la vía de la opinión (doxa). La primera tiene
a la razón como su instrumento y busca la objetividad, el ser, lo uno, la
verdad. Por el contrario, la vía de la opinión es la apariencia, lo subjetivo,
lo múltiple, lo relativo. Todo eso lo reproduce después Platón y lo ejemplifica
en su conocida alegoría. Y seguimos viéndolo en las películas de juicios.
A menudo tenemos en alguna de esas películas nombradas al
abogado parmenídeo y platónico contra la confusión interesada (a río revuelto,
ganancia de pescadores), contra una aparente realidad en la que lo que parece
ser no es. Dicho de otro modo, los prisioneros de la caverna (¿jurado, jueces?)
siguen viendo el fondo, los reflejos, las sombras, y el abogado es esa figura
que les obliga a volver la cabeza. Es Atticus Finch, claro.
No siempre es así. También tenemos la figura del letrado que
inyecta confusión, que hace dudar a testigos y a encausados para demostrar que
nada es seguro y que sobre esas arenas movedizas nada se puede edificar, por lo
que, nuevamente, a río revuelto, ganancia de pescadores. En este caso, sería el
juez quien debe dirigir la investigación, separa el grano de la paja y poner
orden entre lo que es y lo que parece ser. Dicho de otro modo, menos doxa
y más aletheia.
El otro elemento del que hablábamos al comienzo es más
puramente jurídico y nos llevaría a una cuestión primordial, a un principio del
Derecho: la presunción de inocencia o, dicho de otro modo, ese axioma que debe
aplicarse siempre: in dubio pro reo; es decir, en la duda hay que
decidir siempre en favor del acusado. Cuando llevo esto al aula siempre aparece
la figura del vengador del pueblo. Lo que, por cierto, me recuerda a una
secuencia de Doce hombres sin piedad en la que Henry Fonda reprocha a un
miembro del jurado precisamente eso: erigirse en vengador del pueblo, lo que en
realidad quiere decir que está utilizando el caso para proyectar sus
resentimientos y prejuicios sobre el acusado. En casi todas las aulas hay
alguno. Le pregunto qué haría él y me dice que no se puede dejar a culpables en
libertad. Pero la pregunta es precisamente esa, que se formula porque la
incertidumbre existe: ¿estamos seguros de que es culpable? O, dicho de
otro modo, ¿la seguridad moral es lo mismo que la seguridad jurídica? ¿Basta la
sospecha como argumento? Incluso, llevándolo más allá, ¿son aceptables las
pruebas obtenidas ilegalmente? Eso nos sumiría en una inseguridad jurídica
terrible. Si la policía no está al servicio de la ley, sino que es la
ley, entonces el estado de derecho se desvanece y lo que tenemos es el estado
de no-hay-derecho, una suerte de Gran Hermano que todo lo vigila y en el que
las libertades individuales se han evaporado, se han perdido como lágrimas en
la lluvia.
Sigo provocando la discusión. ¿Por qué hay que demostrar la
culpabilidad y no la inocencia? ¿A dónde nos llevaría cambiar las tornas?
¿Puedo yo demostrar que no maté a Kennedy, que no informé al terrorista de las
costumbres y horarios de su víctima, que no estaba en el lugar en el que se cometió
el delito, que no fui yo? Dicho de otro modo, la eliminación de la presunción
de inocencia nos arroja a la intemperie, nos quedamos sin derechos y somos
culpables simplemente porque alguien ha decidido que lo seamos. En España
sabemos mucho de esto. No hay más que ver ciertos programas de supuesta
investigación que acusan sin demostrar, que levantan sospechas sin apoyo ni
pruebas. ¿Recuerda alguien el linchamiento mediático y la condena posterior de
Dolores Vázquez, acusada de matar a Rocío Wanninkhof? Era inocente, pero pasó
unos cuantos meses en la cárcel. Casi todo el mundo emitió un veredicto basado
en creencias, en apariencias. En prejuicios.
Y mejor no nos remontamos hasta nuestra doméstica guerra civil en la que cualquier conflicto entre vecinos podía terminar en detención, paseo y cuneta. ¿Juicio? Cuando no hay Derecho, no hay derechos.
Por eso es preciso ser tan garantista. A los estudiantes justicieros les pregunto qué pasaría si fueran ellos los acusados. Enseguida se indignan: “¡Pero es que yo no he sido!”. Claro, les replico. Pero es tu palabra contra la de la persona que te acusa de algo. ¿Puedes demostrar que no lo hiciste, que no estabas allí, que no fuiste tú? En ese momento empiezan a entender la importancia de la presunción de inocencia y la diferencia entre la certeza moral y la certeza legal. La primera, como ya hemos dicho, está repleta de prejuicios y creencias; la segunda, por el contrario, exige pruebas. Por eso, cuando hablamos de teoría del conocimiento les digo que la carga de la prueba siempre la ha de llevar quien afirma, no quien niega. Es decir, si la discusión es, por ejemplo, si existen los extraterrestres, quien ha de demostrar algo es quien afirma que existen, no quien niega o duda. También suelo añadir esa frase, atribuida a Hume, aunque probablemente apócrifa: “Afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias”. Según leo, fue popularizada por Carl Sagan y se ha convertido en una especie de eslogan del movimiento escéptico.Llevado esto último a las películas de juicios y a nuestro
tema, ello exigiría una precaución absoluta a la hora de dar algo por
definitivo y probado. No caigamos, sin embargo, en un relativismo estéril y
peligroso. Esas precauciones epistemológicas lo son precisamente porque
queremos buscar la verdad, conquistarla. Y no es sencillo. Recordemos que
Platón la situaba al final de un escarpado camino que hay que recorrer con
tanta decisión como dificultad. Y esa es la tarea que han decidido emprender
abogados como Atticus Finch, como tantos otros, como el jurado número 8 de Doce
hombres sin piedad. La verdad no siempre saldrá triunfante, pero eso solo
indica que la sofística, la razón instrumental y el fanatismo son poderosos
enemigos a los que hay que combatir. El camino de la verdad, Parménides dixit,
nunca ha sido sencillo.
Poema de Parménides:
https://juanfermejia.files.wordpress.com/2010/04/parmenides-poemadelanaturaleza.pdf
Procedencia de las imágenes:
https://www.google.com/search?q=una+%C3%ADntima+convicci%C3%B3n&rlz=1C1JZAP_esES825ES825&sxsrf=ALiCzsaZwf8Qc9Y7F6AIQDurlk1oBMaHPw:1652108247330&source=lnms&tbm=isch&sa=X&ved=2ahUKEwjHptnp1tL3AhXn8LsIHVOFCDsQ_AUoAXoECAIQAw&biw=1350&bih=615&dpr=1#imgrc=_C1UHMJ_2PqztM
https://www.biografiasyvidas.com/biografia/h/hume.htm
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