lunes, 9 de mayo de 2022

Diario de un profesor peliculero (66): de las películas de juicios

Me gustan mucho las películas de juicios. Son casi un género en sí mismo, un clásico. Ya he hablado mucho de alguna de ellas, especialmente Matar a un ruiseñor y, sobre todo, Doce hombres sin piedad.

He visto alguna hace poco. Una plataforma de cine en casa tiene una colección muy recomendable de ellas, “Los mejores juicios”. Hace un par de días vi Una íntima convicción (Antoine Raimbault, Francia, 2019). Como muchas de las películas que hablan de juicios, juega con dos elementos muy interesantes desde el punto de vista filosófico. Uno de ellos es la distinción entre apariencia y realidad. El otro es la diferencia entre convicción moral y convicción legal.

El primero es un tema de epistemología, de teoría del conocimiento. Imposible no remontarse a Platón y su célebre alegoría de la caverna. De hecho, en esta narración se encuentra casi todo lo que después será nuestra historia de la filosofía occidental. Muy someramente -ya lo hemos visto páginas atrás-, se trata de unos prisioneros que, atados de pies y manos desde su infancia, no tienen más remedio que mirar al fondo de la caverna, donde ven sombras y oyen ecos que otras personas proyectan en el fondo. Estos engañadores creen que son la realidad, pero se equivocan: lo real está más allá, inaccesible para ellos. Sin embargo, ellos también son fruto del engaño, más bien de la limitación de sus sentidos, pues más allá están los conceptos, las ideas, las esencias. Dicho de otro modo, lo que es no siempre coincide con lo que parece ser.

En todo juicio vemos algo similar. En Derecho se habla de pruebas. Eso sería el saber, el conocimiento definitivo, la episteme. Sin embargo, los abogados suelen ponerlas en tela de juicio y hacen aparecer la realidad de un modo confuso, relativo, poco sólido, dudable. Serían -perdón, letrados- como esos sofistas empeñados en que el juez y los jurados vean una parte de la realidad, lo conveniente, lo que interesa a su cliente. Dicho de otro modo, juegan en el campo del parecer, no del ser. El que debe estar interesado en la verdad es el propio juez, un desbrozador de apariencias, un indagador de lo que hay tras lo que parece que hay. No siempre es fácil, por eso a menudo precisan de la ayuda de peritos independientes, porque los que traen las partes son precisamente eso: peritos de parte, es decir, su motivación es el interés, no la verdad. No quiero decir con esto, claro está, que mientan (aunque supongo que a veces sí), sino que toman esa parte de la realidad que es más favorable a los intereses de sus pagadores, ignorando o ridiculizando todo lo demás. Si todo estuviese claro a la primera, los juicios serían muy rápidos, cuando no innecesarios.  No olvidemos que lo que hay en ellos es un litigio, casi siempre con un fondo económico y que es el juez el que debe decidir quién tiene razón, cuánta parte de razón y cómo se tasa esa razón.

Nuestros sentidos nos engañan, ninguna novedad desde Platón, e incluso antes. En el célebre poema de Parménides ya se habla de la vía de la verdad (aletheia) y la vía de la opinión (doxa). La primera tiene a la razón como su instrumento y busca la objetividad, el ser, lo uno, la verdad. Por el contrario, la vía de la opinión es la apariencia, lo subjetivo, lo múltiple, lo relativo. Todo eso lo reproduce después Platón y lo ejemplifica en su conocida alegoría. Y seguimos viéndolo en las películas de juicios.

A menudo tenemos en alguna de esas películas nombradas al abogado parmenídeo y platónico contra la confusión interesada (a río revuelto, ganancia de pescadores), contra una aparente realidad en la que lo que parece ser no es. Dicho de otro modo, los prisioneros de la caverna (¿jurado, jueces?) siguen viendo el fondo, los reflejos, las sombras, y el abogado es esa figura que les obliga a volver la cabeza. Es Atticus Finch, claro.

No siempre es así. También tenemos la figura del letrado que inyecta confusión, que hace dudar a testigos y a encausados para demostrar que nada es seguro y que sobre esas arenas movedizas nada se puede edificar, por lo que, nuevamente, a río revuelto, ganancia de pescadores. En este caso, sería el juez quien debe dirigir la investigación, separa el grano de la paja y poner orden entre lo que es y lo que parece ser. Dicho de otro modo, menos doxa y más aletheia.

El otro elemento del que hablábamos al comienzo es más puramente jurídico y nos llevaría a una cuestión primordial, a un principio del Derecho: la presunción de inocencia o, dicho de otro modo, ese axioma que debe aplicarse siempre: in dubio pro reo; es decir, en la duda hay que decidir siempre en favor del acusado. Cuando llevo esto al aula siempre aparece la figura del vengador del pueblo. Lo que, por cierto, me recuerda a una secuencia de Doce hombres sin piedad en la que Henry Fonda reprocha a un miembro del jurado precisamente eso: erigirse en vengador del pueblo, lo que en realidad quiere decir que está utilizando el caso para proyectar sus resentimientos y prejuicios sobre el acusado. En casi todas las aulas hay alguno. Le pregunto qué haría él y me dice que no se puede dejar a culpables en libertad. Pero la pregunta es precisamente esa, que se formula porque la incertidumbre existe: ¿estamos seguros de que es culpable? O, dicho de otro modo, ¿la seguridad moral es lo mismo que la seguridad jurídica? ¿Basta la sospecha como argumento? Incluso, llevándolo más allá, ¿son aceptables las pruebas obtenidas ilegalmente? Eso nos sumiría en una inseguridad jurídica terrible. Si la policía no está al servicio de la ley, sino que es la ley, entonces el estado de derecho se desvanece y lo que tenemos es el estado de no-hay-derecho, una suerte de Gran Hermano que todo lo vigila y en el que las libertades individuales se han evaporado, se han perdido como lágrimas en la lluvia.

Sigo provocando la discusión. ¿Por qué hay que demostrar la culpabilidad y no la inocencia? ¿A dónde nos llevaría cambiar las tornas? ¿Puedo yo demostrar que no maté a Kennedy, que no informé al terrorista de las costumbres y horarios de su víctima, que no estaba en el lugar en el que se cometió el delito, que no fui yo? Dicho de otro modo, la eliminación de la presunción de inocencia nos arroja a la intemperie, nos quedamos sin derechos y somos culpables simplemente porque alguien ha decidido que lo seamos. En España sabemos mucho de esto. No hay más que ver ciertos programas de supuesta investigación que acusan sin demostrar, que levantan sospechas sin apoyo ni pruebas. ¿Recuerda alguien el linchamiento mediático y la condena posterior de Dolores Vázquez, acusada de matar a Rocío Wanninkhof? Era inocente, pero pasó unos cuantos meses en la cárcel. Casi todo el mundo emitió un veredicto basado en creencias, en apariencias. En prejuicios.

Y mejor no nos remontamos hasta nuestra doméstica guerra civil en la que cualquier conflicto entre vecinos podía terminar en detención, paseo y cuneta. ¿Juicio? Cuando no hay Derecho, no hay derechos.

Por eso es preciso ser tan garantista. A los estudiantes justicieros les pregunto qué pasaría si fueran ellos los acusados. Enseguida se indignan: “¡Pero es que yo no he sido!”. Claro, les replico. Pero es tu palabra contra la de la persona que te acusa de algo. ¿Puedes demostrar que no lo hiciste, que no estabas allí, que no fuiste tú? En ese momento empiezan a entender la importancia de la presunción de inocencia y la diferencia entre la certeza moral y la certeza legal. La primera, como ya hemos dicho, está repleta de prejuicios y creencias; la segunda, por el contrario, exige pruebas. Por eso, cuando hablamos de teoría del conocimiento les digo que la carga de la prueba siempre la ha de llevar quien afirma, no quien niega. Es decir, si la discusión es, por ejemplo, si existen los extraterrestres, quien ha de demostrar algo es quien afirma que existen, no quien niega o duda. También suelo añadir esa frase, atribuida a Hume, aunque probablemente apócrifa: “Afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias”. Según leo, fue popularizada por Carl Sagan y se ha convertido en una especie de eslogan del movimiento escéptico.

Llevado esto último a las películas de juicios y a nuestro tema, ello exigiría una precaución absoluta a la hora de dar algo por definitivo y probado. No caigamos, sin embargo, en un relativismo estéril y peligroso. Esas precauciones epistemológicas lo son precisamente porque queremos buscar la verdad, conquistarla. Y no es sencillo. Recordemos que Platón la situaba al final de un escarpado camino que hay que recorrer con tanta decisión como dificultad. Y esa es la tarea que han decidido emprender abogados como Atticus Finch, como tantos otros, como el jurado número 8 de Doce hombres sin piedad. La verdad no siempre saldrá triunfante, pero eso solo indica que la sofística, la razón instrumental y el fanatismo son poderosos enemigos a los que hay que combatir. El camino de la verdad, Parménides dixit, nunca ha sido sencillo.

  

 

Poema de Parménides:

https://juanfermejia.files.wordpress.com/2010/04/parmenides-poemadelanaturaleza.pdf



Procedencia de las imágenes:

https://www.google.com/search?q=una+%C3%ADntima+convicci%C3%B3n&rlz=1C1JZAP_esES825ES825&sxsrf=ALiCzsaZwf8Qc9Y7F6AIQDurlk1oBMaHPw:1652108247330&source=lnms&tbm=isch&sa=X&ved=2ahUKEwjHptnp1tL3AhXn8LsIHVOFCDsQ_AUoAXoECAIQAw&biw=1350&bih=615&dpr=1#imgrc=_C1UHMJ_2PqztM

https://www.biografiasyvidas.com/biografia/h/hume.htm



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