martes, 30 de junio de 2020

Diario de un profesor peliculero (19): de la duda, de la risa y de Jorge Luis Borges


Arte Poetica - Aristoteles | Tragédia | PoesiaEl nombre de la rosa es una de esas películas que nos encantan a los profesores. Lo tiene todo, incluso fidelidad a la novela, a su espíritu. La vi muy poco tiempo después de leer el libro de Umberto Eco. Lo primero que pensé es que los frailes y la abadía eran tal y como me los había figurado. Naturalmente, la novela tiene una complejidad filosófica y teológica que en la película se alivia notablemente, pero sin llegar a prescindir de ella. El eje de la acción sigue siendo la sucesión de crímenes que se cometen en la abadía y la clave que parece conducir a ellos: un libro de Aristóteles.

Concretamente, se trata de la Poética, texto que ha llegado a nosotros incompleto, falta la segunda parte, en la que se hablaba de la comedia y la poesía yámbica. Se cree que se perdió durante la Edad Media y el texto y la película dan por hecho que en la abadía existe un ejemplar completo, por lo tanto con el texto aristotélico original sobre la comedia.

Situemos la acción: Guillermo y Adso acuden al puesto en el que el hermano Adelmo, uno de los asesinados, hacía sus copias. Estaba especializado en dibujos de notable atrevimiento para la época. Guillermo pone sobre su nariz unas lentes con el fin de ver mejor los dibujos. Empezamos mal: las miradas de los frailes son de desconfianza. En otra escena anterior, las oculta cuando llega el abad. Y, en la narración final, Adso confiesa llevarlas puestas.

Se ha dicho, por cierto, que era un error histórico, una licencia, que Guillermo no pudo llevar algo que no se había inventado aún. Sin embargo, parece que la creación de las primeras gafas se deben a un monje de Pisa en 1286 (en 1352 se representa por primera vez a alguien con gafas en un freso de la basílica de San Niccoló, de Treviso, enlace al final), por lo que sería perfectamente posible. Eso sí, se haría aún preciso el secretismo del objeto, vemos que Guillermo se esfuerza en que no lo descubran. Ya sabemos que toda novedad era inspiración del Maligno… Si no, que se lo pregunten, por ejemplo, a Giordano Bruno, a Miguel Servet, a Galileo, a Darwin…

El Eco científico de "El nombre de la rosa"Jorge de Burgos, huelga decirlo, es Jorge Luis Borges. En toda la obra hay alusiones (algunas directas, otras más sutiles) a personajes reales o de ficción. Pero ésta es directísima: un anciano y ciego, vinculado a los libros y de nombre español, casi homófono Jorge de Burgos/Jorge Luis Borges. Yo no sé qué pensó el argentino, muerto seis años después de la publicación de la novela. Creo que le hubiera hecho gracia verse como un personaje de ficción; además, para abundar en su universo, aparece un laberinto y los libros son la clave del enigma. Muy borgiano todo ello, desde luego. Sólo faltaba que el libro en cuestión no fuese la Poética de Aristóteles, sino el Critias (o de la Atlántida), inconcluso y dado a especulaciones como pocos libros de filosofía. Y, sobre todo, de un autor que está en entre las claves de la literatura de Borges.

Jorge Luis Borges: Nacionalismo | Jorge luis borges, Borges, Jorge ...Sin embargo, no parece que fuera Borges alguien fundamentalista, parece que el carácter de Jorge de Burgos no era exactamente el mismo que el de Borges. Éste pudo ser irritantemente conservador, pero no nos lo imaginamos voceando discursos a mayor gloria de los textos sagrados. Parece que Borges era agnóstico (aquel que no niega la existencia de Dios, sino la posibilidad de conocerlo). A él se debe esta frase que jamás pronunciaría Jorge de Burgos: “nuestro paso es tan efímero, tan fugaz que es una desproporción que por un rato en esta tierra nos condenen a una eternidad de fuego o a una eternidad de gloria” (1).

Porque eso es lo que hace Jorge de Burgos. Cuando Guillermo y Adso admiran en voz alta la tarea de Adelmo, la irritación del monje ciego va en aumento. La erudición de Guillermo da conveniente réplica al oscurantismo de su interlocutor. Además, como todo el mundo sabe, los franciscanos (como Guillermo) son monjes menos severos, más amables, amigos de la risa, apegados al mundo físico y más tolerantes con las debilidades humanas. ¿Cómo no iba a decir Guillermo que la risa es lo que nos hace humanos? Esta es la secuencia:


Pero Jorge de Burgos insiste: la risa deforma las facciones, nos hace parecernos al mono, perdemos la compostura, permite la duda al no considerar las cosas con la suficiente gravedad…

La duda. Llegamos al quid de la cuestión, de la escena. Parecía que íbamos a hablar de la risa, pero es la duda lo que de verdad preocupa a Jorge de Burgos. Un guardián de la fe no tiene dudas. Sin embargo, un buscador de la verdad precisa de la duda. No de la duda paralizadora, no hablamos de versiones del escepticismo, sino de la duda que pone en marcha lo que hoy llamamos método científico: la consciencia del problema, de que no todo está claro. Esa duda exige investigar, verificar, falsar (diríamos hoy) cuando se pueda. Eso es lo que se hace hoy en ciencia. Y eso es lo que no quiere Jorge de Burgos.

No sólo es el tema de esta secuencia, sino uno de los temas del libro/película. Estamos ante el tema del conocimiento, su fundamento y sus límites. Es muy conocido que los monasterios y demás edificios religiosos tuvieron a su cargo durante la Edad Media  un legado bibliográfico ingente. Lo guardaron ellos. Lo guardaron y lo protegieron de pérdidas y destrucciones, de incendios y saqueos. Pero también lo guardaron de la plebe, de estudiosos, de los que querían saber lo que no debía saberse.

Sospechamos que a Jorge de Burgos no sólo le incomoda la risa, sino sobre todo el conocimiento que va más allá de los límites. Poco más de un siglo antes, Tomás de Aquino había establecido cierta autonomía de la razón frente a la fe. Pero no parece que vaya a hacer demasiado caso al santo: si por Jorge de Burgos fuera, parece que la destrucción es la mejor solución para todo texto pagano, hereje o discrepante.

No es una impresión. El incendio que se produce después es alimentado por un enloquecido Jorge, que alimenta el fuego con libros (¡libros prohibidos!) antes de ser engullido por su afán pirómano. Supongo que a todo el mundo le suena esto: quemar libros.

Documentación, el segundo paso - Jose Bau
Y mientras, Guillermo y Adso, salvando lo que podían, poniendo en riesgo su vida por el conocimiento. Es conmovedor el final de la escena en la que salen chamuscados de la abadía en llamas. Han salvado unos pocos libros, ¿cuántos se han perdido para siempre?

Y una última cuestión para reflexionar: ¿por qué todos los dictadores y tiranos que en el mundo han sido tienen una misma obsesión con los libros: prohibir el discrepante, quemar, destruir? La historia del mundo es también la historia de las hogueras: de libros, de personas. Muy recientemente, en los prolegómenos del nazismo hubo una quema pública de libros de aquellos autores que se consideraban “inadecuados”. Seguramente es cierto aquello que quien empieza quemando libros acaba quemando personas. No hay más que estudiar Historia, un poco.

A veces digo que una de las características de los fundamentalistas -de lo que sea- es que carecen de sentido del humor. Para ellos todo es serio, solemne, pétreo… No hay modo de que se rían de sí mismos y, por lo tanto, tampoco hay un mínimo de tolerancia hacia el otro, no se relativiza absolutamente nada, no hay otra posibilidad de verdad que su verdad, cualquier otra cosa es opinión y error.  El único dios es su dios, la única patria es su patria, la única familia posible es su modelo de familia… Hablan en nombre de Dios, del Pueblo, de la Historia… Siempre con mayúsculas, sus mayúsculas. ¿Cómo tolerar entonces la risa, una broma, una crítica acerada y punzante, irónica, sarcástica? Para ellos es algo imposible. Por eso precisamente hay que hacerlo, huir de los individuos de la única verdad posible y reír.

En otra película anterior, En busca del fuego (1981), el propio Jean-Jacques Annaud incide en el tema, cuando ese homo neanderthalensis descubre la risa que los cromañones, más evolucionados, ya conocían. Creo que propone Annaud aquí que la risa es uno de los rasgos de la hominización, algo que nos diferencia y que nos hace más complejos. Este es el enlace:


Así que, aunque a Borges hay que leerlo porque es un autor único e incomparable, aquí hay que huir de su alter ego como de la peste y reír. Sí, mejor la risa, aunque se enfaden.


(1)    https://www.terragnijurista.com.ar/miscelaneas/religion.htm. No he podido encontrar la frase en los textos de Borges y el autor de esta página tampoco da la referencia, por lo que la doy con prudencia y reserva.


Enlace sobre la historicidad de los anteojos:



Procedencia de las imágenes:
https://es.scribd.com/document/213298817/Arte-Poetica-Aristoteles
http://espiritumedieval.info/2019/09/25/guillermo-de-baskerville/
http://radicalbarbatilo.blogspot.com/2016/07/el-eco-cientifico-de-el-nombre-de-la.html
http://www.josebau.com/2019/06/16/documentacion/


lunes, 29 de junio de 2020

Diario de un profesor peliculero (18): de Adso de Melk como existencialista

The Name of the Rose Movie Poster (27 x 40) - Walmart.com ...Si lo pienso detenidamente, el modelo de personaje kantiano en el cine es abundantísimo. Hay de todo, claro, pero ese arquetipo abunda. Me explicaré: me estoy refiriendo a cierto tipo de personaje que se ve inmerso en un problema o en un dilema, presionado por las circunstancias, condicionado pero no determinado, y aún así cumple con su deber y hace lo correcto. No porque le vayan a recompensar, muy al contrario, a menudo son problemas para él, castigos, peor vida. Pero lo que es lo correcto no se cambia por lo que parece bueno.

Esto es algo difícil de explicar. Kant criticaba a las éticas materiales porque responden a la pregunta ¿qué debo hacer? con un contenido que llamaremos “lo bueno”. Esto tiene muchas variantes: lo bueno puede ser el placer, el dinero, Dios, la belleza… Sin embargo, lo correcto es otra cosa. No pregunta ¿qué? sino ¿cómo? Son éticas procedimentales, formales. Lo que importa es la intención, el modo, independientemente de las consecuencias.

Esto, en el cine, ha dado lugar a una extensísima lista de personajes. Desde luego, la mayoría de los policías y detectives. Pero también otros inolvidables de los que ya hemos hablado; estoy pensando en el Rick de Casablanca en perfecta contraposición con el cínico y acomodaticio capitán Renault.

¿Qué decir del maravilloso Atticus Finch, el rey de la ética kantiana, de la deontología personal y profesional? Porque, recordémoslo, la deontología es la disciplina que estudia los deberes y es de especial relevancia en algunas profesiones -por su conocimiento, no porque sea más importante en unas que en otras- como la medicina, el derecho o el periodismo. Aquí no se trata de lo que hay que hacer (que también es importante), sino de cumplir unos protocolos, de cumplir unas formas.

Otro de los personajes más formales y formalistas que he visto en el cine es Número 8, el jurado de Doce hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957), del que tengo que hablar más largamente. Otro día.

Porque hoy he recordado a ese otro, creación inolvidable de Umberto Eco y trasladado al cine por Jean-Jacques Annaud en 1986. Al igual que ocurre con Matar a un ruiseñor, publiqué un artículo sobre la película en la revista Making of (número 69), al que remito en este enlace:


Vaya película. Temo que necesitaré más de una entrada para rascar apenas todo lo que da de sí. Y el libro, no lo olvidemos. Lo recomiendo, que nadie se asuste por su longitud y por sus trozos en latín. Eso sí, un consejo: comprad el que lleva incluidas las “Apostillas”, en las que están traducidos esos fragmentos. Lo que no recomiendo es la serie que se hizo para televisión, extendida, dispersa y sin esa pasión que late en el libro de Eco y en la película de Annaud.

No son iguales, por cierto. Algunas secuencias han cambiado y no siempre para mal. Por ejemplo, la última. Como siempre digo, en lo que sigue hay spoiler, es decir, que voy a destripar el final de la película. En este enlace lo pueden ver, recrearse en él los que ya lo conozcan:


El nombre de la rosa y apostillas: Amazon.es: Eco, Umberto: Libros
Quienes hayan leído la novela sabrán que el final no es el mismo. Sólo tienen en común que es Adso, ya anciano, el que pone fin a la historia y se despide de su maestro. Resumamos: Guillermo de Baskerville es un híbrido entre Sherlock Holmes (del que toma el nombre de una de sus novelas, El perro de los Baskerville) y Guillermo de Ockham, al que se refiere al comienzo como su amigo.  Del primero toma la estructura casi de thriller, al modo de una narración en la que se busca a un asesino múltiple, pero a la antigua, a finales de la Edad Media. También del detective creado por Conan Doyle toma su afán por la verdad, por la averiguación, por la ciencia. Ockham es un filósofo nominalista, introductor en Occidente de la teoría de la doble verdad, que Tomás de Aquino no había aceptado, cuando la conoció a través del filósofo musulmán Averroes. El Ockham que nos muestran Eco y Annaud es básicamente el Ockham histórico: creyente en cuestiones de fe, pero desconfiado en cuestiones de ciencia: aquí hay que indagar, probar, demostrar. “Mi maestro creía en Aristóteles y en la lógica”, dice Adso en una ocasión. Desde luego que creía en Dios, aunque al modo menos rigorista de los franciscanos, probablemente la orden más apegada a la tierra.

Debemos a Ockham su célebre principio de economía: “No hay que multiplicar los entes sin necesidad”, es decir, hay que procurar no fantasear y exponer lo que se sabe de la manera más precisa y concisa. El nominalismo rasura los excesos de la teología medieval, género extendido por antonomasia (estoy tentado de llamar a esto “la burbuja teológica”, algo que jamás encontraremos en las matemáticas).

Una vez explicado esto, lo mínimo, vamos a la secuencia. Guillermo y Adso han averiguado cuál es la causa de los crímenes de la abadía. Por cierto, ni Belcebú, ni las trompetas que anuncian presuntamente el fin del mundo, sino algo más mundano: el deseo de poseer lo prohibido.

El caso es que ya no queda nada que hacer allí. Han muerto varios monjes y también el inquisidor enviado para liquidar a los heterodoxos. La biblioteca ha ardido, en lo que es una rememoración del incendio de la Biblioteca de Alejandría, en la que se perdieron para siempre muchos textos. Guillermo y Adso han sacado los libros que han podido y sólo les queda partir.

El director de la película, Jean-Jacques Annaud, inventa con sus guionistas unos minutos que no existen en el libro. En este, Adso se despide con esta frase en latín: “Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: “stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemos”, que puede traducirse así: de la rosa nos queda únicamente el nombre.

Sin embargo, la película concluye con estas otras: “Jamás me arrepentí de mi decisión, pues aprendí de mi maestro muchas cosas sabias, buenas y verdaderas. (…) Sin embargo, ahora que soy un hombre muy viejo, debo confesar que de todos los rostros del pasado que se me aparecen, aquel que veo con más claridad es el de la muchacha con la que nunca he dejado de soñar a lo largo de todos estos años. Ella fue el único amor terrenal de mi vida, aunque jamás supe, ni sabré, su nombre”.

En los tres minutos que dura la última escena hay una lección de cine, de cómo decirlo todo sin decir nada. Apenas hay una voz en off al final, justamente las palabras copiadas unas líneas más arriba. Lo que vemos es un juego de plano/contraplano, pero en despacioso movimiento, con lo que la cámara nos está diciendo que hay un juego de significados entre las personas, pero que el tiempo no es infinito. Se trata de un dilema y hay que decidir. Un dilema moral, claro. La campesina espera a un lado del camino. Guillermo va delante y la sobrepasa. La cámara se queda con Adso y acentúa el primer plano. Ella está seria, suplicante, esperanzada. Él no tanto, aunque en su mirada está el deseo de salvarla, no el deseo sexual, urgente e irracional al que ha dado salida en la cocina de la abadía unos minutos antes. No, esta vez se trata de un deseo meditado y caritativo. Adso desea salvarla, como ha manifestado en otra secuencia memorable a su maestro; salvarla de la miseria, de los mugrientos cuerpos de frailes que obtienen su joven carne a cambio de comida. Adso desea dignificarla. Pero es un novicio, un aspirante a hombre de Iglesia.

13 cosas que (probablemente) no sabías de 'El nombre de la rosa'En la mirada de ella hay más súplica que otra cosa. No se atreve a hablar. Se ofrece, sabe que Adso sólo la llevaría con él en condición de amante, tal vez disimulada bajo los ropajes de la servidumbre. Ella tiene en sus ojos la explotación de siglos; los menesterosos han sido siempre utilizados por las clases más poderosas (clero, nobles…), en su piel están las afrentas de los que ejercen el poder sin contemplaciones. Ella le está diciendo: llévame, sácame de aquí, aplica tu religión de amor al prójimo, aquí tienes la ocasión de hacer el bien.

Adso observa a Guillermo, unos metros más adelante, busca consejo, sabiduría ante una situación que le desborda. Pero su maestro sabe que hay decisiones que nadie puede tomar por nosotros. Detiene el caballo, le mira por última vez y se pierde en la niebla.

Ella sale al camino y se interpone entre Adso y Guillermo. Su mirada es directísima, seria, apenas un levísimo gesto de sonrisa o promesa. Pero Adso es consciente de la soledad en la que se encuentra y del dilema que no sabe resolver. Ella toma su mano y la acerca a su rostro. Pide cariño, ofrece tenuemente su piel. Él quiere retirar la mano, mira por última vez a Guillermo, que se pierde en la niebla para que la soledad del discípulo sea aún mayor. Ella lo sabe, ahora depende de Adso, y lleva su mano a la boca, la besa no carnalmente, sino sumisamente. Son los segundos en que se va a decidir su futuro.

Una lágrima se asoma a la mejilla de Adso: ha decidido. Como todas las grandes decisiones, ha sido difícil y ha dejado perjudicados por el camino. Adso ha decidido marcharse y dejar allí a la campesina. También la expresión facial de ella cambia: del desconcierto al resentimiento. No lo entiende bien, se ofrecía, pedía poco, y ese novicio prefiere marchar tras el maestro y dejarla allí. Ella es consciente de que no puede abandonar su destino menesteroro, pero que al menos podría haberlo paliado si Adso hubiera hecho un gesto, si hubiera pronunciado una palabra…

Aún hay un momento de duda, la última duda. El director rueda al novicio a punto de perderse en la niebla tras Guillermo y a ella en un primer plano para acentuar ese minúsculo instante de esperanza. De esperanza inútil: la suerte está echada y, como siempre, no favorece al débil. Hay rabia en el último plano de sus ojos, hay tensión.

EL NOMBRE DE LA ROSA - Escena final - YouTube
Llevamos casi dos terceras partes de la secuencia y ninguna palabra ha sido pronunciada. Entonces, con la mujer abandonada en la niebla, comienza la justificación. También cambia el plano, que se hace lejano: Guillermo y Adso cabalgan con lentitud entre las montañas. El discurso es un cariñoso recuerdo a su maestro, que le enseñó “muchas cosas sabias, buenas y verdaderas”.

Sin embargo, reconoce el anciano que narra la acción, no ha pasado un solo día en el que no haya recordado el rostro de su “único amor terrenal”. Hay aceptación en el tono empleado, pero no resignación absoluta. Adso sabe que si su maestro era culpable de soberbia, él tiene su propio pecado al abandonar a su suerte a aquella mujer de la que nunca supo su nombre.

Adso vive, como todos en su época, en el seno de religión  que, como todas, es una visión del mundo que contiene respuestas para todas las preguntas. Como novicio, ha hecho seguramente voto de castidad -que, por cierto, ha quebrantado a la primera ocasión- y también ha formulado voto de obediencia. Pero nunca ha dejado de ser un hombre sensible al sufrimiento. Nunca ha dejado de ser una persona, antes que cualquier otra consideración. Estaba solo aquella vez, aquella mañana bajo la niebla. Tuvo que decidir. ¿Se equivocó? Es la condición humana: ni siquiera las religiones ni las grandes ideologías tienen todas las respuestas, únicamente dicen tenerlas. Adso estaba solo cuando tuvo que decidir y no se equivocó: la decisión tomada siempre es la correcta. Decía Descartes que hay un tiempo para pensar, incluso para dudar, y un tiempo para decidir, porque, sea cual sea lo que resolvamos, siempre será mejor caminar en línea recta que dar vueltas en círculos en medio del bosque.

Eso es lo que ha hecho Adso, que dice no haberse arrepentido. Buena cosa: el tiempo no puede retroceder, aunque a veces los remordimientos y la culpa se empeñen en socavar la autoestima y recordarnos una y otra vez que no hicimos lo que deberíamos haber hecho.



Procedencia de las imágenes:
https://www.walmart.com/ip/The-Name-of-the-Rose-Movie-Poster-27-x-40/548502589
https://www.amazon.es/El-nombre-rosa-y-apostillas/dp/B00HBXNZR4
https://cinemania.20minutos.es/noticias/el-nombre-de-la-rosa-sean-connery-misterios/
https://www.youtube.com/watch?v=pOaCm211q3c

jueves, 25 de junio de 2020

Diario de un profesor peliculero (17): de la justicia, de la dignidad, del desprecio

Sísifo, una lección de destino. - Marvin G. Soto - MediumDicen los que entienden de cine que basta un movimiento de cámara, filmar una mirada, para que el espectador lo entienda todo. Es cierto. Tom Robinson acaba de ser condenado. Mis estudiantes reprimen mal su sorpresa, a veces no lo hacen. Esperaban -en su inocencia de Rousseau/Scout, en un sentido natural de la justicia- que fuese declarado inocente. No es así: todos están aprendiendo una lección: la Justicia no siempre es justa. Es decir, la Justicia (legal) debería corresponderse con la justicia moral, pero no siempre es el caso. Robinson ha sido declarado culpable por el jurado: doce hombres blancos, doce hombres sin verdad más que sin piedad. (Naturalmente, el contrapunto a esta película lo constituye la excelente Doce hombre sin piedad -Sidney Lumet, 1957-, de la que tendré que hablar pronto, en la que Henry Fonda/Número 8 es un clon deontológico de nuestro Gregory Peck/Atticus Finch).

Atticus sabía que su trabajo es el de Sísifo y que la roca es la justicia que cuesta erguir, que cae con estrépito y hay que volver a levantar una y otra vez. Pese a ello, empuja la roca, empeñado en que Justicia sea justa. Se lo explica a Robinson, le dice que apelarán, que ganarán… y Robinson le mira. Es una mirada breve, seca y desesperanzada. Hay en ese segundo una lección de cómo filmar un sentimiento, una explotación de siglos, una falta de compromiso con la verdad y la equidad. En esa mirada está el hombre negro -de cualquier hombre negro- que es juzgado por el hombre blanco -por cualquier hombre blanco-. En esa escena contrasta la verborrea del abogado con el silencio de cine mudo de Tom Robinson. No volveremos a verlo: es también un silencio precursor, una advertencia. También el silencio de todos los demás negros nos va a sobrecoger en los planos siguientes.

Escribo estas líneas cuando en el mundo estalla una ira antirracista que viene de lejos, no de los años sesenta, cuando Martin Luther King y Malcolm X dieron la batalla -tan distintas batallas-, sino de antes, de siempre, de una realidad en la que la realidad era un freno a leyes no siempre igualitarias. Vemos la mirada silenciosa de Tom Robinson y entendemos su desesperación y su posterior ira desquiciada.

En defensa de To Kill A Mockingbird (Matar a un ruiseñor ...
El silencio será también protagonista, de nuevo, en los minutos siguientes (rodar el silencio es algo complejo y dotado de gran significación moral: por eso las películas contemporáneas son tan ruidosas, es el modo de esconder su habitual vacío). Robinson ha sido declarado culpable, se lo llevan los guardias. El director nos muestra despaciosamente la planta baja en la que se han acomodado los blancos, el público, los funcionarios… y el único negro: Tom Robinson. Después nos muestra con la misma lentitud la planta alta en la que se amontona la comunidad negra… y los tres niños blancos. La sucesión de planos nos permite ver una planta baja en la que finalmente sólo permanece Atticus Finch, derrotado por un veredicto, filmado por la cámara en picados y contrapicados en los que se adivina su desamparo y su soledad, pero no su rendición. También señala morosamente a todos los negros de la comunidad, endomingados algunos, que se van poniendo en pie uno tras otro, en señal de respeto. Atticus Finch ha sido derrotado, pero es un héroe porque no es un abogado de los blancos, sino un adalid de la verdad; ha hecho todo lo posible, su defensa ha sido impecable, sólo la justicia de blancos es la que ha condenado (ya lo estaba antes de empezar) a Tom Robinson porque era negro, únicamente por eso. Están todos de pie, todos menos una desconcertada Scout que no acaba de entender que lo que debe ser no siempre es. La frase del reverendo siempre arranca lágrimas: “Levántese, señorita Jean Louise, su padre se marcha”. El silencio que se hace debería estar en cualquier libro de ética tras la definición de respeto y dignidad. La Justicia (legal) debe avergonzarse de lo que ha ocurrido, reexaminarse y rectificarse. Debería.

La Justicia la encarna ese hombre solo que sale de la sala de vistas y abandona el juzgado, el abogado de un inocente que va a morir. Lo hemos sabido desde la mirada desesperanzada de Tom Robinson cuando terminó el juicio, al que ya no veremos más: su ausencia tiene peso, consistencia, culpa. Sabremos de su huida no culposa, de su rabia que será detenida para siempre por un policía de atinada puntería. Y hoy pienso que es otra más de esas gotas de agua que alguna vez rebosarán el vaso y provocarán el estallido social. Todo por no haber sido justo cuando aún se estaba a tiempo.

Atticus debe dar la noticia a una familia que le espera para que comenten la apelación y sus posibilidades. Y mientras está comunicando lo que ha ocurrido aparece Bob Ewell; está borracho, se acerca demasiado y le escupe en la cara. Hay un segundo apenas en el que el rictus de Atticus parece prometer una escena de violencia. Tiene ante sí a quien ha abusado de su propia hija, al causante de la muerte de un inocente, que aún se atreve a envalentonarse ante la casa del que ha acusado falsamente y a proyectar su culpa sobre el íntegro abogado Finch. Adivinamos fuera de plano su puño cerrado y tenso. Compartimos con él un odio primario, un deseo de que ese puño salga del bolsillo y se estrelle contra la mandíbula del antropoide Ewell. Pero Atticus saca un pañuelo, limpia su rostro… y pasa junto a él sin concederle una porción de odio. Otra lección de cine: si tuviera que ilustrarse el desprecio con unos planos yo pondría estos, sin dudarlo. Un desprecio oceánico.

Chapter 23, Man vs. Man, Bob and Atticus: "I wish Bob Ewell wouldn ...
Muchos de mis alumnos no entienden esa reacción, el cuerpo les pide venganza, violencia. Es el momento de hablar de la diferencia entre las formalidades jurídicas y las urgencias de las vísceras. No es lo mismo la justicia que la venganza. Claro que los culpables pueden beneficiarse de las garantías jurídicas, claro que lo hacen. Incluso pueden gozar de justicia gratuita, suministrada por un Estado contra cuyas leyes han atentando. Pero esas garantías están pensadas para defender al inocente, para garantizar que ningún inocente sea castigado sin motivo demostrado. Eso significa la célebre frase que dice que nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario.

Les cito igualmente uno de los principios del derecho: “nulla poena sine lege”, esto es, no puede sancionarse más que aquello que esté tipificado como delito, no hay pena sin ley, el juez no puede inventar las leyes ni los delitos, menos aún cada ciudadano en su particular jerarquía de valores. Pero hay que saber qué es un delito y por qué: el derecho necesita una justificación filosófica, no vale sólo con que esté escrito en un código, deben existir razones.

Por supuesto, las leyes injustas hay que cambiarlas. Si las leyes no garantizan cierta equidad (toda y eternamente es una utopía angelical), acabarán por ser papel mojado, instrumentos al servicio del poderoso. Y no siempre vamos a encontrar a un Atticus Finch dispuesto a batirse el cobre frente a un tsunami de abusos e injusticias.



Secuencia final del juicio:
https://www.youtube.com/watch?v=ZygiVvufazc

Secuencia del enfrentamiento entre Atticus Finch y Bob Ewell:
https://www.youtube.com/watch?v=njCHn2DNftM




Procedencia de las imágenes:
https://medium.com/@marvin.soto/s%C3%ADsifo-una-lecci%C3%B3n-de-destino-928d675848e4
https://www.wsws.org/es/articles/2019/04/11/mock-a11.html
https://www.pinterest.ie/pin/355502964317394903/

miércoles, 24 de junio de 2020

Diario de un profesor peliculero (16): del respeto al diferente, de la piedad

No quisiera ser muy pesado con Matar a un ruiseñor. Corro el peligro de que dejen de leer los pocos que se acercan por aquí. Bueno, asumo el riesgo. Sobre todo porque hay tanto que comentar que me resulta imposible dejarlo, así que, como esto es voluntario y gozoso, sigamos con ello.

El pecado de matar a un ruiseñor - YouTubeHay otra escena, y seguimos con la familia Cunningham, que merece unos minutos, por el significado humanista y pedagógico que tiene. Estamos a la salida del primer día de colegio. Scout es una niña  de modales asilvestrados. De buen corazón, pero ruda  en las formas. Parte de lo más interesante de la película -ya lo he dicho- es el proceso de educación que tendrán Scout y Jem. Ahora que tan de moda está lo de la inteligencia emocional, creo que tenemos mucho más que aprender en esta película que en el extendidísimo ensayo Inteligencia emocional, de Daniel Goleman. Esta es la secuencia:


Scout se ha peleado con Walter, el hijo del señor Cunningham, con el que estuvimos ayer. Jem, que parece haber hecho un curso de mediación avant la lettre, lo invita a comer en la casa familiar, está impecable en su papel de hermano mayor. La escena es un prodigio de miradas entre los dos hermanos y el padre, con Walter explicando que sólo come carne cuando cazan algún conejo: dos clases sociales sentadas a la mesa, explicitando que la pertenencia a una o a otra no es una cuestión simbólica sino de pura supervivencia, de alimentos. La conversación se encamina hacia el momento de mayor incomodidad, cuando el invitado solicita mermelada para echar a la carne. Scout (a la que aún no han hablado de control de impulsos) se burla cruelmente de él. Si no estamos atentos, se nos escapa la mano de su padre llamándola al orden con golpecitos discretos -pero obvios para ella- en la mesa. Scout no se siente aludida y prosigue su escarnio. El plano siguiente es asombroso: Calpurnia riñe en la cocina a Scout. Calpurnia, la criada negra. Conviene no olvidar que es precisamente la criada negra la que pone a Scout en su sitio. Y tampoco hay que estar distraído cuando habla: Walter es nuestro invitado, y si se quiere comer el mantel, tú no tienes que decir nada. La niña aún tiene mucho que aprender, la dignidad no consiste en comer carne ni en tener un padre abogado; tampoco se pierde por echarle mermelada al asado: la dignidad es una cualidad de humanos, que nos reconocemos como iguales precisamente por eso, porque somos humanos, cuidamos unos de otros en nuestra desigualdad social que hay que parchear porque lo importante es esa igualdad moral. Tenemos esa lección en la mirada de Atticus, en sus golpecitos, en la bronca de Calpurnia. Toda una enseñanza sobre la necesidad de igualar con el trato las desigualdades que la lotería social ha esparcido por el mundo.

Scout es una niña de buen corazón, un tanto salvaje, con su estado de naturaleza a flor de piel. A mí me recuerda a esos niños más o menos idealizados de los que hablaba Rousseau. Sin embargo, como Rousseau explicaba, ese estado de naturaleza idealizado se pierde cuando llega el contrato social y la sociedad impone sus peajes: propiedad privada, convenciones, creencias. En el caso de esta película, es la llegada a la escuela y lo que dicen y hacen los iguales, esto es, los otros niños, lo que contamina a Scout. La desigualdad no es natural, pero acaba pareciendo natural por la fuerza de las costumbres y las convenciones.

Propuesta pedagógica de Rousseau (II) - Debate PluralNo obstante, y si seguimos con Rousseau, Scout sigue siendo ese ser primigenio, no contaminado del todo, que aún conserva la piedad natural de la que hablaba el ginebrino. Lo vamos a ver en la relación que tienen los hermanos, pero especialmente ella con Boo Radley.

Una curiosidad de la película es que el papel fue interpretado por un joven Robert Duvall que hacía su debut en el cine. Robert Duvall tiene ahora casi 90 años, varias nominaciones a los Oscar y una estatuilla… Pero en esta película tiene unos minutos, muy pocos, al final y sin texto. Pero no se olvida su presencia, su mirada. Compone una interpretación que no se olvida. Y eso que su presencia a lo largo de la película es constante: se habla de él, se le teme… Pero no está, no sabemos ni siquiera si es fruto de la imaginación de la gente.

Boo es el mal, un mal temido y supuesto, creído por todos sin conocimiento empírico. Pero Boo es realmente el bien, la inocencia, la niñez detenida, la pureza de esos sentimientos no contaminados (otra vez la piedad natural rousseauniana).

Cada vez que veo la película me vienen a la cabeza un texto de Savater y otra película (Remando al viento, Gonzalo Suárez, 1988). En ambas aparece Frankenstein, y en ambas creo que hay una idea común: Frankenstein mata porque no es querido. En el texto de Savater (1) se dice explícitamente: “la criatura hecha de remiendos de cadáveres hace esta confesión a su ya arrepentido inventor: ‘Soy malo porque soy desgraciado’. Tengo la impresión de que la mayoría de los supuestos ‘malos’ que corren por el mundo podrían decir lo mismo (…). Si se comportan de manera hostil y despiadada con sus semejantes es porque sienten miedo, o soledad (…). O porque padecen la mayor desgracia de todas, la de verse tratados por la mayoría sin amor ni respeto”. Tradicionalmente, el malo ha sido el monstruo, y el monstruo simbolizaba al distinto, al enfermo, al loco, al deforme. No es necesario insistir mucho en la proximidad con estas otras maravillas del cine de monstruos que padecen soledad: El hombre elefante (David Lynch, 1980) y Freaks. La parada de los monstruos (Tod Browning,  1932).

Boo es mentalmente un niño, pero eso no lo vamos a saber hasta el final de la película. En estos primeros minutos solo vemos el rechazo/temor de los tres chicos frente al monstruo, del que se cuentan toda clase de leyendas y exageraciones. Atticus vuelve a explicar a sus hijos: han de dejarlo en paz, a él y a su familia, que lo esconde durante el día y se avergüenza de esa desgracia. Boo, al contrario que Frankenstein, no hace daño, es el ruiseñor, pero en esos niños que están empezando a dejar de serlo es aún la figura que designa el mal, un antagonista maléfico -por desconocido y por lo tanto imaginado-. Frankenstein volverá al final, transmutado en ángel salvador, en héroe.

Los últimos minutos de la película (spoiler) son, al mismo tiempo, el final y una nueva lección moral. Tras el juicio y la condena, la historia se prolonga para ahondar en el tema de la amistad. Los niños han sido atacados cuando volvían por el bosque a casa; alguien ha querido matarlos y de las sombras ha surgido su ángel de la guardia, que los salva y mata al agresor. Lleva a Jem a casa, que está herido. Vemos a Atticus más nervioso que nunca, abandonando las formalidades jurídicas por las urgencias del miedo y la fragilidad. Se pregunta quién trajo a su hijo allí. Scout lo señala y aparece por primera vez Boo Radley, un personaje que no necesita ni hablar ni ocupar la pantalla durante muchos minutos para que nos transmita lo que el director quiere: verdad, honradez, amistad.

Boo, lo vemos ahora, es una persona con retraso mental, más aún que Mayella, pero en sus ojos no ha habitado nunca la maldad y sí la soledad. Al contrario que los grandes monstruos de la literatura y el cine, Boo ha ido dejando regalos a los niños, sus pares, a lo largo de la película. Es el ruiseñor, alguien en el que la maldad no es posible, ni siquiera concebible. Sabemos en esos minutos finales que Scout le reconoce como su igual, y también que Jem ya se está separando de ellos por los años (mentales, cronológicos) que irá cumpliendo. Scout le toma de la mano, le habla con cariño, con agradecimiento, sin temor.

Matar a un ruiseñor (To Kill a mockingbird, 1962) - El blog de ...
Atticus se da cuenta de todo: le da las gracias, se dirige a él llamándole ’señor’ y deja que disfrute de una amistad que lleva todos estos años sintiendo y anhelando en la distancia -tanta como habitar al otro lado de la calle, a infinita distancia de Scout y de Jem-, con un padre que no entiende, que teme y se avergüenza, que ciega con cemento el escondite en el que les dejaba sus regalos. Pero no hay amistad menos peligrosa, más pura, más bondadosa. Ya no es el loco Boo, el monstruo Boo: es el señor Boo Radley.
  
Otra vez el nombre completo, como Tom Robinson. 



Enlace a la película Freaks, la parada de los monstruos:
(1) Ética para Amador, Ariel, 1991, página 133.



Procedencia de las imágenes: 

martes, 23 de junio de 2020

Diario de un profesor peliculero (15): del humanismo de Atticus Finch y de la inteligencia emocional de Scout

Colaboro de vez en cuando con una revista de cine y educación llamada Making of. En el año 2015, concretamente en el número 116-117, apareció un artículo del que soy autor titulado “Ocho lecciones morales en Matar a un ruiseñor”. Justo es decir que lo que va a continuación utiliza en buena parte lo que escribí allí. Comencemos.

Juicy Info on Atticus and Mr. Cunningham - Youth VoicesMe podría tirar días enteros hablando de ella. No recuerdo la primera vez que la vi y tampoco puedo precisar las veces que lo he hecho. La utilizaba en 1º de Bachillerato, a final de curso, para ilustrar los temas de ética. En el curso 2014-2015 estaba dando clase en el IES Castilla de Guadalajara y pensé que tal vez funcionase también con 4º de la ESO, en la asignatura de Ética, ahora extinta. No sólo funcionó, es que fue un éxito, una vez vencidas las resistencias que siempre hay frente al cine antiguo y en blanco y negro. Es más, a algunos grupos bilingües les hice ver la versión subtitulada. Oye, a los cinco minutos se les olvida protestar.

La película, como todo el mundo sabe, cuenta un caso concreto que tiene extrapolación universal. Un joven negro es acusado de haber abusado sexualmente de una joven con problemas mentales. Lo va a defender Atticus Finch, un abogado viudo padre de una niña y un preadolescente. Y lo hará frente a la oposición de una sociedad empobrecida (está ambientada en los años siguientes al crack del 29) e inequívocamente racista. Ese es el argumento de la película. Pero los temas son de mayor calado: ¿somos iguales ante la ley?, ¿qué función y legitimidad tiene un jurado?, ¿es lo mismo la justicia legal que la justicia moral?, ¿es lo mismo la legalidad que la legitimidad?, ¿qué protección merecen las personas con algún tipo de minusvalía mental?, ¿por qué actuamos de distinta manera individualmente que en grupo (en manada)?, ¿educar es dejar hacer?, ¿un abogado se debe a la verdad y a la justicia o a su cliente?, ¿cuáles son los límites de la fuerza por parte de la policía?, ¿qué castigo merecen los abusos sexuales con la circunstancia de ser intrafamiliares?

La película, como digo y se desprende de esa compleja, múltiple y tremebunda temática, no es fácil. Pero la realización del director, sin hurtar la gravedad de los temas, no es morbosa ni maniquea, hay un equilibrio en la filmación que muestra sin ser equidistante, pero que engrandece las acciones de aquellas personas nobles y virtuosas.

Ayer me detuve en una escena muy especial, que hablaba de la educación. Muy indicada, menos de dos minutos, para todos aquellos que nos dedicamos profesionalmente a la docencia, pero sobre todo para los que tienen hijos a cargo. Educar a un hijo es muy difícil, no es un peluche comprado en los grandes almacenes para enseñar a las visitas. Tampoco es un ser de luz al que hay que sobreproteger, porque la desprotección de un menor es un horror incomprensible, pero la sobreprotección es un camino equivocado que conduce a personas incapaces de tolerar la frustración, es decir, que van a “solucionar” los problemas por la vía de la violencia o de la depresión. Muy complejo. Por eso –es opinión- la educación más que una ciencia es un arte y hay que combinar cariño, tiempo, disciplina, atención, límites, libertad creciente… Vamos, nada que no sepamos los que hemos tenido que criar niños.

Eso fue ayer, en la escena en la que Scout es ¿reprendida? Por su padre. No dije que Scout representa a la autora del libro y que Atticus no es otro que su padre, abogado en el pueblo en el que vivió de pequeña.

Seguramente Harper Lee vivió alguna situación similar a la que vemos cuando arranca la película con un campesino que viene a ver a su padre para pagar sus servicios jurídicos. En realidad, el señor Cunningham no puede pagarle, la pobreza está adherida a su ropa y a su mirada, que apenas levanta. Scout lo lleva a ver a su padre y Atticus imparte entonces la primera lección moral de la película. Por un lado, obsequia al productor con unas alabanzas que suenan sinceras sobre sus productos (pronto hará algo parecido con las flores de su gruñona vecina). Cuando el señor Cunningham se ha ido, indica a su hija que, si vuelve otra vez, no le conduzca a su presencia. Podríamos pensar que el abogado es uno de esos altivos leguleyos, pero no: Atticus ha percibido que a Cunningham le incomoda no poder abonar una minuta como los demás clientes y no tener más remedio que rebajarse a pagar en especie. Atticus se muestra muy agradecido. Es un mensaje para su cliente, pero también para su hija, otra vez el tema de la educación, de la educación en valores, diríamos hoy. El padre viudo no renuncia a explicar, puede que no muy sistemáticamente, aunque sí con autenticidad, todo lo que la vida va poniendo a sus hijos delante. Aquí vemos una educación por el ejemplo: todos tienen derecho a un abogado, y esa persona, ese cliente, diría a su hija, nos da el fruto de su trabajo, algo conseguido honradamente con las manos. Algo, parece decirle a Scout, de lo que hay que enorgullecerse y nunca avergonzarse. Si hay pobres, la culpa no es de ellos y el abogado ha de colaborar ofreciendo lo que sabe a cambio de lo que el campesino produce. Es un trato justo, quid pro quo, no una dádiva que humille al que la recibe, en absoluto: el trabajador ha de sentirse digno con su esfuerzo honesto, la desigualdad en las rentas no debe significar, bajo ningún concepto, desigual trato o desigual dignidad.

No vamos a volver a ver al señor Cunningham hasta bien avanzada la película. Tom Robinson está en la cárcel del pueblo, va a ser juzgado al día siguiente. Vamos a prescindir del detalle sospechoso de que no haya vigilancia en la puerta de la prisión. Atticus es informado de que un grupo de alborotadores (trasunto indudable del Ku Klux Klan) pretenden asaltar la cárcel y linchar al sospechoso, por lo que el abogado se instala en la puerta con una lámpara y un libro, magníficas armas frente a una masa iracunda. Efectivamente, llegan en sus coches y comienza una escena que, contada, es poco creíble, pero que está filmada con maestría. Ellos son muchos, están dominados por el odio, por un odio prejuzgador, nada reflexivo, que encuentra su justificación en el mismo odio del que está al lado, retroalimentándose a falta de otra razón, esto es, a falta de cualquier razón. Estamos ante lo que, parafraseando a Ortega y Gasset, sería “la rebelión de las masas”, esa turba amorfa con leyes que ha estudiado con detenimiento la psicología social, esa informe amalgama en la que el pensamiento individual, la disensión y la opinión propia están vedadas. Esta es la secuencia:

La escena se tensa, Atticus no va a ceder, ellos tampoco; y son más. Pero llegan los niños y por una vez vemos al abogado perder unos segundos la calma cuando uno de los potenciales linchadores coge a su hija que, finalmente logra desasirse. La inocencia de la niña es la que desarma a los hombres, al dirigirse a uno, precisamente a uno de ellos, a Cunningham, mencionando a su hijo, no a cualquier hijo, sino al suyo, su compañero de aula, no uno más en el aula,  sino Walter.

Séptimo Arte - Matar a un ruiseñor | Listín DiarioTodos sabemos que el mejor modo de matar sin remordimientos es la despersonalización, la cosificación. Robinson no es Tom Robinson, sino un negro. Scout razona igual, pero en dirección opuesta: ellos no son los otros, sino el señor Cunningham, el padre de Walter, su compañero de clase. La individuación, la personalización, es el mejor modo de que los valores morales tengan sujeto de atribución: no es sólo un ser humano, es también, sobre todo, un nombre, incluso un nombre de pila. Scout ni siquiera es consciente del poder de convicción de las palabras: su discurso es de un candor sorprendente: ni siquiera ha percibido que es una maestra en el manejo verbal de las masas; podría ser una excelente líder, dominadora del marketing de las relaciones humanas, pero es una niña, su mundo es el de la inocencia sin trampas, el del mejor Rousseau. Se trata de una bondad natural. El círculo se cierra en los últimos minutos de la película, cuando toma de la mano a esa otra bondad natural: Boo Radley. Pero eso lo dejamos para otro día. También quiero hablar de la magnífica escena de la comida con Walter, el hijo de ese linchador desarmado por una niña que ha encontrado un resquicio emocional para que el adulto deponga las armas y ceda. Porque las emociones son muy poderosas. Por eso son peligrosas. Ahora está muy de moda la educación emocional y yo estoy de acuerdo en ello siempre y cuando se precise lo que se quiere decir, porque emociones hay muchas: la empatía es una de ellas, pero el odio también lo es; la pasión amorosa es una emoción maravillosa, pero la furia incontrolable también lo es. Así que cuidado con ellas, que al fin y al cabo tenemos en su significado y etimología la clave. “Una emoción es un movimiento del alma o del ánimo, algo que nos sacude o nos ‘con-mueve’. La palabra aparece registrada en español desde el siglo XVII, cuando llegó del francés émouvoir, que denotaba ‘emocionarse’ o ‘conmoverse’, pero en realidad, su uso no se generalizó hasta el siglo XIX. El verbo francés provenía del latín emovere -formado por ex ‘hacia fuera’ y movere-, que significaba ‘remover’, ‘sacar de un lugar’, ‘retirar’, pero también ‘sacudir’, como suele hacer la emoción con nuestro ánimo” (1). Y el Diccionario de la lengua española de la RAE la define así: “Alteración del ánimo intensa y pasajeraagradable o penosaque va acompañada de cierta conmoción somática.

 O sea, un movimiento intenso,  pasajero, una sacudida del ánimo. Puede ser agradable, pero también penosa. Cuidado, precaución.


Gregory Peck recuerda la película en una entrevista:





Procedencia de las imágenes:

                                                

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