Guardería infantil. Sala de Condicionamiento Neo-Pavloviano, anunciaba el rótulo de la entrada.
El director
abrió una puerta. Entraron en una vasta estancia vacía, muy brillante y
soleada, porque toda la pared orientada hacia el Sur era un cristal de parte a
parte. Media docena de enfermeras, con pantalones y chaqueta de uniforme, de
viscosilla blanca, los cabellos asépticamente ocultos bajo cofias blancas, se
hallaban atareadas disponiendo jarrones con rosas en una larga hilera, en el
suelo. Grandes jarrones llenos de flores. Millares de pétalos, suaves y sedosos
como las mejillas de innumerables querubes, pero de querubes, bajo aquella luz
brillante, no exclusivamente rosados y arios, sino también luminosamente chinos
y también mejicanos y hasta apopléticos a fuerza de soplar en celestiales
trompetas, o pálidos como la muerte, pálidos con la blancura póstuma del
mármol.
Cuando el
D.I.C. entró, las enfermeras se cuadraron rígidamente.
- Coloquen
los libros - ordenó el director.
En silencio,
las enfermeras obedecieron la orden. Entre los jarrones de rosas, los libros
fueron debidamente dispuestos: una hilera de libros infantiles se abrieron
invitadoramente mostrando alguna imagen alegremente coloreada de animales,
peces o pájaros.
- Y ahora
traigan a los niños.
Las
enfermeras se apresuraron a salir de la sala y volvieron al cabo de uno o dos
minutos; cada una de ellas empujaba una especie de carrito de té muy alto, con
cuatro estantes de tela metálica, en cada uno de los cuales había un crío de
ocho meses. Todos eran exactamente iguales (…) y todos vestían de color caqui,
porque pertenecían a la casta Delta.
- Pónganlos
en el suelo.
Los carritos
fueron descargados.
- Y ahora
sitúenlos de modo que puedan ver las flores y los libros.
Los
chiquillos inmediatamente guardaron silencio, y empezaron a arrastrarse hacia
aquellas masas de colores vivos, aquellas formas alegres y brillantes que
aparecían en las páginas blancas. Cuando ya se acercaban, el sol palideció un
momento, eclipsándose tras una nube. Las rosas llamearon, como a impulsos de
una pasión interior; un nuevo y profundo significado pareció brotar de las
brillantes páginas de los libros. De las filas de críos que gateaban llegaron
pequeños chillidos de excitación, gorjeos y ronroneos de placer.
El director
se frotó las manos.
- ¡Estupendo!
- exclamó -. Ni hecho a propósito.
Los más
rápidos ya habían alcanzado su meta. Sus manecitas se tendían, inseguras,
palpaban, agarraban, deshojaban las rosas transfiguradas, arrugaban las páginas
iluminadas de los libros. El director esperó verles a todos alegremente
atareados. Entonces dijo:
- Fíjense
bien.
La enfermera
jefe, que estaba de pie junto a un cuadro de mandos, al otro extremo de la
sala, bajó una pequeña palanca. Se produjo una violenta explosión. Cada vez más
aguda, empezó a sonar una sirena. Timbres de alarma se dispararon, locamente.
Los
chiquillos se sobresaltaron y rompieron en chillidos; sus rostros aparecían
convulsos de terror.
- Y ahora -
gritó el director (porque el estruendo era ensordecedor) -, ahora pasaremos a
reforzar la lección con un pequeño shock eléctrico.
Volvió a
hacer una señal con la mano, y la enfermera jefe pulsó otra palanca. Los
chillidos de los pequeños cambiaron súbitamente de tono. Había algo
desesperado, algo casi demencial, en los gritos agudos, espasmódicos, que
brotaban de sus labios. Sus cuerpecitos se retorcían y cobraban rigidez; sus
miembros se agitaban bruscamente, como obedeciendo a los tirones de alambres
invisibles.
- Podemos
electrificar toda esta zona del suelo - gritó el director, como explicación -.
Pero ya basta.
E hizo otra
señal a la enfermera.
Las
explosiones cesaron, los timbres enmudecieron, y el chillido de la sirena fue
bajando de tono hasta reducirse al silencio. Los cuerpecillos rígidos y
retorcidos se relajaron, y lo que había sido el sollozo y el aullido de unos
niños desatinados volvió a convertirse en el llanto normal del terror
ordinario.
- Vuelvan a
ofrecerles las flores y los libros.
Las
enfermeras obedecieron; pero ante la proximidad de las rosas, a la sola vista
de las alegres y coloreadas imágenes de los gatitos, los gallos y las ovejas,
los niños se apartaron con horror, y el volumen de su llanto aumentó
súbitamente.
- Observen -
dijo el director, en tono triunfal -. Observen.
Los libros y
ruidos fuertes, flores y descargas eléctricas; en la mente de aquellos niños
ambas cosas se hallaban ya fuertemente relacionadas entre sí; y al cabo de
doscientas repeticiones de la misma o parecida lección formarían ya una unión
indisoluble. Lo que el hombre ha unido, la Naturaleza no puede separarlo.
Aldous Huxley:
Un mundo feliz
Procedencia de la imagen:
https://www.amazon.es/mundo-feliz-Contempor%C3%A1nea-Aldous-Huxley/dp/8466350942
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