Hay tantas secuencias memorables en El nombre de la rosa que sería imposible reflexionar sobre todas ellas. Me había propuesto no dedicar a cada película más de dos o tres entradas. Esta va ya por la tercera, temo que me ocurra como con Matar a un ruiseñor. Vamos con la de hoy: Adso ha conocido el amor carnal con una campesina. En la película la secuencia es un poco subida de tono y, según he leído, parece que el actor que interpreta a Adso (Christian Slater) estaba prendado de la actriz (Valentina Vargas). En este caso merece la pena acudir al libro para leer la escena de amor: Adso recita línea a línea pasajes de “El cantar de los cantares”, de la Biblia. ¿Qué referencia erótica puede tener un jovencísimo fraile en el siglo XIV? Muy pocas, sin duda, pero es un frecuente lector de la Biblia y en ella encuentra las frases que le dice a la mujer y que en la película apenas cuentan con unos segundos en favor de las imágenes.
El caso es que Adso ha tenido su primera experiencia sexual y está desconcertado. También agradecido. Y, cómo no, se siente culpable. Por eso, una vez en la celda que comparte con Guillermo, necesita que su corazón se desahogue, necesita sacar fuera lo que le hace daño. Un par de veces he comentado con mis compañeros de la asignatura de Religión las similitudes que hay entre la confesión y algunas de las terapias psicológicas: ambas buscan que el pecador/paciente saque fuera lo que lo atormenta; naturalmente, no son lo mismo y en la terapia no se impone una penitencia, no hay una gracia a la que retornar, sino una autoestima que recuperar. Por cierto, uno de ellos me dijo que estaba completamente de acuerdo y el otro se enfadó mucho.
El caso es que Adso ha tenido su primera experiencia sexual y está desconcertado. También agradecido. Y, cómo no, se siente culpable. Por eso, una vez en la celda que comparte con Guillermo, necesita que su corazón se desahogue, necesita sacar fuera lo que le hace daño. Un par de veces he comentado con mis compañeros de la asignatura de Religión las similitudes que hay entre la confesión y algunas de las terapias psicológicas: ambas buscan que el pecador/paciente saque fuera lo que lo atormenta; naturalmente, no son lo mismo y en la terapia no se impone una penitencia, no hay una gracia a la que retornar, sino una autoestima que recuperar. Por cierto, uno de ellos me dijo que estaba completamente de acuerdo y el otro se enfadó mucho.
Repasemos la secuencia, cuyo enlace es este:
“Maestro, hay algo que debo contaros”, dice Adso. Pero
Guillermo es uno de esos que casi lee el pensamiento: “Ya lo sé”. O no, lo que
hacía Guillermo es leer las señales del mundo, eso que hoy llamamos ciencia
natural, aunque aquí es más bien ciencia del espíritu, psicología más que confesión.
Cuando Adso le pide que le oiga en confesión, le responde que “bueno,
preferiría que antes me lo explicaras como amigo”. Adso, pese a la alfombra de
comprensión y empatía que le ha puesto Guillermo, no sabe cómo empezar y
empieza a dar vueltas al asunto. Innecesariamente, claro: Guillermo lo sabe
todo desde el principio y el franciscano que es no va a reprocharle las
debilidades de la carne, quién no es un pecador.
Es muy divertida la respuesta que da Guillermo a la pregunta
del pupilo sobre si ha estado alguna vez enamorado: “¿Enamorado? Muchas veces.
(…) De Aristóteles, de Ovidio, Virgilio, Tomás de Aquino…”. Pero, claro, no es
eso lo que quiere saber Adso, que busca a alguien que haya pasado lo mismo que
él… Y sí, pero no. Guillermo parece mantenerse puro y, aunque ironiza, no es
sarcástico con Adso, no se burla. Al contrario, en ese momento se yergue y
vemos su rostro amistoso cuando le
pregunta a su vez: “¿No estarás confundiendo amor con lujuria?”. Pero Adso no
lo sabe, aún está bajo los efectos del amor carnal, eso tan confuso y
alambicado donde deseo, amor, cariño, afecto, apego, etc. se retuercen entre sí
formando una soga que, siendo una, está formada por multitud de hilos
diferentes. Adso es preso de un sentimiento expansivo pero a la vez la culpa le
lanza puñetazos que no sabe cómo esquivar. Recuerda a la campesina, que le dio
placer y que también le dio dolor, alguien por quien quiere hacer algo, mucho
más, pero que tal vez deba quedarse atrás en su vida. Recordemos la entrada de
hace dos días, ese juego de miradas que lo dicen todo con el que acaba la
película.
“Solo deseo su propio bien. Deseo que ella sea feliz. Deseo
salvarla de su pobreza”. Maravillosa ingenuidad, qué evangélicos propósitos,
aunque estén guiados por el amor erótico, ese “inconveniente” para un hombre de
Iglesia. El tono de Guillermo me recuerda al de un adulto/padre que descubre
que su hijo está creciendo y descubriendo placeres y peligros. Teme por él y
también se alegra de ese salto, de ese arrojarse al mundo a probar el pecado y
el error. Puede guiarle con bienintencionados consejos, pero no puede decidir
por él. Ya nada será como antes, ni peor ni mejor: el salto cualitativo se ha
producido al modo de un rito de paso. No hay vuelta atrás: “Estás enamorado”,
concluye. Y el pobre Adso no sabe si eso es bueno o malo; al fin y al cabo Dios
predica amor. Pero, como le dice Guillermo, eso “para un fraile representa
ciertos problemas”. Sigamos la argumentación que ofrece Adso, un tanto ad hoc: “¿Pero no es cierto que Santo
Tomás ensalza el amor sobre todas las demás virtudes?”. Ay, Adso, no te metas
en un lío y nunca discutas con un filósofo, tienen respuesta para todo: “¡El
amor a Dios, Adso, el amor a Dios!”. No hay manera, Adso sigue buscando el
sesgo de confirmación y quién mejor que el santo de Aquino. Pero no, como
concluye Guillermo, el santo no tenía respuestas para todo y tal vez le
ocurriera como al propio Guillermo: “De mujeres Tomás de Aquino sabía bastante
poco”. Y añade citas de pasajes de la Biblia
que advierten sobre los peligros de la mujer.
Guillermo no ha dado al novicio lo que él quería. Esperaba
una absolución con su penitencia correspondiente sobre su infracción al sexto
mandamiento, pero Guillermo ha iniciado una conversación amistosa y sin
reproches, todo lo más alguna suave advertencia. Adso esperaba más, esperaba
absolución, irse libre de pecado, liberarse de esa losa que le impedía
disfrutar de la alegría sexual, contaminada por una culpa de la que desea desprenderse.
No entiende bien lo que ha pasado, su desasosiego es evidente -en realidad lo
es durante toda la película- y es en ese momento cuando Guillermo pronuncia
unas palabras, de lo más hermoso de la película y del libro. Palabras que van a
ayudar al discípulo, pero que siguen siendo de actualidad y que muchos supremacistas machotes harían bien en
repasar. Claro que ellos no son franciscanos empáticos, sino intolerantes
necesitados de dogmas y consignas.
A Adso no le bastan las palabras sagradas. Como hemos dicho,
busca el sesgo de confirmación. Y lo encuentra en su maestro cuando le pregunta
qué opina. Atención: no inquiere qué dice la Biblia, qué dice Santo Tomás, etc.
No, busca la opinión (que no es lo mismo que la certeza, pero aquí, recordemos,
tenemos a un joven atormentado que necesita consuelo, no verdades con
mayúsculas que le hieren el alma). Las palabras, las maravillosas palabras de
Guillermo son estas: “Me cuesta convencerme a mí mismo de que Dios haya
introducido a un ser tan inmundo en la creación sin haberle dotado de alguna
virtud”. Feminismo avant la lettre,
estamos en el siglo XIV.
Pero no acaba aquí la cosa. Guillermo está lanzado y termina,
al modo franciscano con esta bella conclusión: “Qué pacífica sería la vida sin
amor, Adso, qué segura, qué tranquila… y qué insulsa”. Me temo que Guillermo no
está hablando de ese amor a Dios que predicaba Tomás de Aquino, sino del otro,
del amor terrenal en todas sus variantes. En Guillermo hay casi envidia de
Adso, confiesa no tener la experiencia que su discípulo posee, pero la vida con
amor es otra cosa, es pasión.
Si nos vamos anacrónicamente a Nietzsche, siglo XIX,
encontramos una reivindicación de las fuerzas del pathos, de la vida, de lo dionisíaco, frente al imperante y
triunfante logos, lo apolíneo, la
negación de la vida de la que el alemán renegaba. Hay en Guillermo algo de eso,
algo de lo que no gozará, aunque se permite algunos pecados. Lo dice Adso al
final: cierta vanidad y algo de soberbia intelectual. Se lo perdonamos. En unos
tiempos de fidelidad absoluta a la ley, a la palabra escrita, pensar por uno
mismo es un atrevimiento inusitado, la heterodoxia siempre tiene un algo precio
y el personaje que representa Guillermo de Baskerville (que no es otro que
Guillermo de Ockham) pagó con la excomunión sus atrevimientos intelectuales,
algo que también se sugiere respecto al personaje de ficción al final de la película.
Recordemos otros momentos de la película: Guillermo se enfrenta
al abad, al inquisidor, a las otras órdenes religiosas, incluso a la propia, a
las creencias no científicas (“mi maestro creía en Aristóteles y el la lógica”)…
Guillermo defiende con pasión y vehemencia sus convicciones, pero también con
rigor. A veces confundimos al que más indignado está, o al que más grita, con
el que más razón tiene. Y no: la razón debería imponerse a gritos y en
susurros. Pero Guillermo es un pasional de la verdad, un científico encerrado
en un hábito, aunque haya escogido el de los franciscanos, probablemente el
menos reprobatorio, el menos ortodoxo.
Y, recordemos, pensar distinto, pensar por uno mismo,
atreverse a pensar, pensar, es ser un heterodoxo. Y eso tiene elevados peajes.
Procedencia de las imágenes:
https://www.cajagranadafundacion.es/wp-content/uploads/2018/01/guia-visionado-nombre-rosa.pdf
https://sildavia9.wordpress.com/2015/01/26/santo-tomas-de-aquino-patrono-de-la-universidad/
https://rebobinandovhs.com/2014/10/19/el-nombre-de-la-rosa-cine/
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