Seguiré con Senderos de gloria, película de 1957. Hablamos de ella en entradas
anteriores, así que ahora destacaré únicamente un par de elementos menos
filosóficos. Casi todo el mundo ha visto la estupenda 1917 (Sam Mendes, 2019), ambientada también en la Primera Guerra
Mundial. Casi todo el mundo se queda maravillado por el plano secuencia y por
el dramatismo que transmiten las imágenes. Los que hemos visto la película de
Kubrick compartimos eso mismo, pero nos quedamos con Senderos de gloria, que también tiene algún plano secuencia sensacional
y unas imágenes que nos meten de lleno en los bombardeos. No obstante, para mí
el meollo de la película es lo que viene después: la búsqueda de culpables que
no lo son, la farsa del consejo de guerra y el castigo de inocentes. Merece la
pena escuchar el discurso durante el juicio del coronel (abogado en la vida
civil) Dax. ¿De qué se queja el coronel? De que se habla en nombre de la
Justica, pero esa justicia no es justa, se salta las más elementales
formalidades procesales, es decir, la condena estaba decidida antes de
celebrarse. Por eso no apela a la verdad, que él sabe, y además sabe que a los
jueces no les importa, sino a valores emotivos: los soldados no han deshonrado
a Francia, al contrario. Y, finalmente, solicita piedad, clemencia. No puedo
evitar evocar a Atticus Finch pidiendo al jurado la absolución de Tom Robinson.
En ambos casos se trata de que la Justicia sea justa.
En este mismo enlace, cuando acaba la escena
del juicio, tenemos la secuencia final de la película (la incluyo igualmente al
final). Los soldados están en un tugurio. No hay embellecimiento ni
glorificación en el modo de rodar sus rostros: de todas las edades, sucios, lejos
del hogar. Kubrick entra emotivamente en su rostro, entra en sus almas. El
dueño de la taberna ofrece a los soldados un trofeo, una alemana que no tiene
más cualidades que su cuerpo (aúlla la soldadesca)… y su voz. Decía Nietzsche
que la vida sin música sería un error. No lo sé, pero en esos cinco minutos es
precisamente la música la que vincula a vencedores y prisionera. La voz clara
de la mujer -que después sería la esposa del director- entona una canción en
alemán, una lengua que no conocen los franceses, pero que es una canción
tradicional alemana, “Der treue Husar”. Pero no importa: tararean, se funden en
un recorrido por la melodía que los hace a todos seres humanos, derrotados y
menesterosos. Ella ya no es la enemiga, el trofeo, un botín sexual (no hay más
que ver los rostros de los soldados). En la guerra lo más habitual es la
despersonalización del enemigo; no ya su cosificación, sino algo peor, su
reducción a rata, cucaracha o infrahumanidad. De ese modo, el asesinato se
convierte en justicia y el genocidio en una labor de limpieza, algo casi
higiénico. Sin embargo, aquí la música salva esa estrategia y nivela a todos:
la mujer que canta es portadora de belleza en medio de la fealdad, no es una
enemiga, sino una mujer, la eventual mujer de cualquiera de los soldados. La
secuencia es terriblemente emotiva.
En 1960, Stanley Kubrick dirige Espartaco. Lo impuso como director Kirk
Douglas, con el que había trabajado brillantemente en Senderos de gloria. El director originariamente era Anthony Mann, pero
las desavenencias con la estrella de la película determinaron su sustitución.
También hizo contratar a Dalton Trumbo, represaliado por la llamada caza de brujas. Espartaco era una superproducción y se ha convertido con los años
en un clásico de la Semana Santa, algo así como una película de romanos, un
péplum. Para los que no lo sepan, se conoce con este nombre a un género
cinematográfico de aventuras ambientado en la Antigüedad griega o romana.
Es muy larga, da para toda una tarde de marzo
o abril si la emite una de esas cadenas que lonchean las películas para vender
coches, colonias y papel higiénico. Cuenta la historia del levantamiento de un
esclavo tracio, Espartaco, frente al poder de Roma. Entre sus curiosidades hay
algunas que tienen que ver con Guadalajara (ver el enlace al final), rodaje
junto a la vecina Alcalá de muchas secuencias.
El tema menor de la película, la excusa para
lo que fue una superproducción, es la pelea contra los romanos, la rebelión del
débil contra el fuerte. Esto siempre queda bien en el cine y obtiene el aplauso
de todo el mundo. Pero es algo más hondo. Espartaco va de la libertad. Si recordáis la película
anterior, el mesonero francés dice que Alemania es “tierra de bárbaros”. No hay
que ser muy lince para saber que la bivalencia de esa palabra proviene de muy
antiguo: llamamos bárbaro al extranjero y al salvaje, al que está por
civilizar, porque así lo determinaron los griegos: bárbaro es el extranjero, el
que no es como nosotros. Por lo tanto, es siempre el otro, el que vive fuera, el que no tiene nuestras costumbres.
Es, desde luego, una palabra cargada de etnocentrismo que proviene de latín barbarus, que a su vez deriva de una
palabra peyorativa griega (βάρβαρος)
que significa “extranjero”, aunque su traducción exacta es “el que balbucea”
incomprensiblemente (bar-bar…).
Desconozco si está emparentada con el verbo español barbotear, es decir, hablar
con dificultad, entre dientes, a borbotones.
Curiosamente, al buscar su etimología, Google me ofrece estos términos similares: meteco, arrojado, temerario, imprudente, alocado, rudo, inculto, grosero, tosco, salvaje, cerril, bruto, atroz, fiero, feroz, cruel, inhumano, desalmado… Pero también beduino, vándalo o cafre. Y, por último, en una pirueta transvalorativa que haría las excelencias de Nietzsche, excelente o extraordinario.
La épica de la película no tiene parangón, creo,
hasta la llegada de Gladiator (Ridley
Scott, 2000), que muestra también la historia de un hombre por recuperar su
libertad. Espartaco nos muestra la
lucha de un líder que, como diría Marx, no tiene nada que perder salvo sus
cadenas. Y, lo siento, spoiler una
vez más: pierde la libertad y gana algo más que las cadenas, es condenado a
morir en la cruz. Tras el menosprecio inicial del ejército romano, finalmente
Espartaco está convirtiéndose en una leyenda viva, que amenaza por lo que es y
por lo que representa. Las legiones capturan a los rebeldes y los devuelven a
su condición de esclavos encadenados, algo que mantendrá la humanidad hasta
bien entrado el siglo XIX. La abolición en los Estados Unidos se produjo entre
1863 y 1865, todos hemos visto películas al respecto. Lo que es menos conocido
es que en España la ley que abolía la esclavitud se publicó en 1880 y, tras un
periodo de transición, fue efectiva ocho años después.
Hay dos secuencias de la película
especialmente conmovedoras. La primera de ellas muestra el campo de batalla, la
sangre, la factura que presentan los vencedores: desafiar a Roma no sale
gratis. E inmediatamente, la cámara toma un plano general de los esclavos,
desarmados ya, capturados por los romanos. Les piden que delaten a Espartaco y
ocurre esto:
Craso ordena que les sea perdonada la vida,
pero que no lo olviden: “Esclavos erais y esclavos volveréis a ser”, pero es preciso
delatar a Espartaco para salvar la vida y no ser crucificado. Se hace un
silencio espeso, primer plano de Kirk Douglas/Espartaco, que se levanta y con
él su amigo Tony Curtis/Antonino. Ambos dicen casi a la vez: “¡Yo soy
Espartaco!”. Y de inmediato otro, otro más… Todos. Todos son Espartaco. Pero el genuino Espartaco traga saliva, entre
el orgullo y la consciencia de que todos van a ser crucificados y de que la
libertad no es una dádiva, sino una conquista trabajosa. Algo que, por cierto,
hay que explicar continuamente a los jóvenes: la libertad no es natural ni ha
existido siempre y las parcelas de libertad que gozamos hoy son posibles por el
esfuerzo de muchísimas personas que se han dejado incluso la vida. No es
gratis, pero qué pocas causas hay mejores que la libertad, la dignidad y la
justicia. De eso va Espartaco.
La última escena de la película es
especialmente emotiva. Ya sabemos que todos son Espartaco y que todos van a
morir. Espartaco ha tenido una compañera y, mientras él batalla por la
libertad, ella gesta al hijo común. El nacimiento se ha producido y el padre no
lo conoce. Ella debe huir, pero no hay más posibilidad que la vía romana en
cuyos márgenes están los crucificados.
Vemos a Espartaco más cerca de la muerte que de la
vida. Ha perdido la última batalla, su guerra. Acabamos de ver la película y
nos embarga la doble sensación de indignación y de desolación. El mal vence una
vez más, como (casi) siempre y algo en nosotros protesta desde las vísceras.
Sabemos que las pretensiones de Espartaco son legítimas, sabemos que hay en su
derrota una semilla de victoria que germinará mucho más tarde, que nunca
germina del todo y siempre está amenazada. Vuelvo a insistir en ello: la
libertad no es natural y la historia de la humanidad muestra no solo la
esclavitud sino los intentos de legitimarla. Por eso la Declaración Universal
de los Derechos Humanos es uno de esos milagros inhabituales, no únicamente la
murga de los profesores de Valores éticos un curso tras otro. Que no se
cumplen, pues claro, como si los gobernantes y propietarios, así como sus
poderes ejecutivos, fueran angelicales seres de luz. Aunque suene muy marxista,
la historia de la humanidad es la historia de la lucha entre los que la padecen
y los que causan padecimientos. Qué pocas excepciones. Por cierto, abajo
incluyo un enlace a la biografía de Fray Bartolomé de las Casas, uno de esos
que se anticiparon a su tiempo, de los que defendieron lo que en su tiempo era
indefendible. Lo que hizo Espartaco era revolucionario, claro que sí, y también
lo que escribió ese fraile díscolo. Tenían razón.
La conclusión de Espartaco me lleva
nuevamente a Nietzsche: “Para que algo permanezca en la memoria se lo graba a
fuego; sólo lo que no cesa de doler permanece en la memoria” (1). La figura de
Espartaco crucificado nos evoca necesariamente a la figura de Jesucristo, ese
modo de ejecutar la pena capital se reservaba para los autores de crímenes
especialmente graves y, desde luego, tenía un valor ejemplarizante. En el caso
de esta película, marcando la calzada por la que todos han de transitar, para
que no haya olvido, que se sepa, que la gente vea lo que ocurre a los que
desafían a Roma, aviso a navegantes: la crueldad refuerza la posibilidad de que
el desafío no se repita. Perecerán dolorosa y lentamente.
Por allí ha de pasar su mujer para huir con el hijo
que él aún no conoce. Teme hallarlo, pero lo encuentra finalmente. Y le muestra
al niño mientras le pide que muera porque la muerte es preferible al
sufrimiento. El padre ya está al borde de la expiración, seguramente no lo
reconoce, aunque vemos una mueca que parece una sonrisa en su rostro cuando
ella le grita: “¡Es libre!”. Decía Ernesto Sabato que quienes tienen hijos es
porque creen en el futuro. Espartaco ha creído que se podía ser libre y, aunque
ha fracasado, ha sembrado la semilla de la libertad y tiene un hijo. Habrá que esperar aún muchos siglos, la
libertad nunca va a ser gratis ni fácil.
Por último y para terminar, Kirk Douglas murió
en febrero de este año a los 103 años. Su libro de memorias se titula,
naturalmente, Yo soy Espartaco.
(1) Friedrich
Nietzsche: La genealogía de la moral, II, § 3, ed. Alianza, Madrid, 1981.
Breve análisis de Senderos de gloria, por
José Luis Rebordinos:
Secuencia final de Senderos de gloria:
Información y versiones de la canción final de Senderos de gloria:
Espartaco y
Guadalajara:
Sobre la esclavitud en España
Procedencia de las imágenes:
https://aminoapps.com/c/amino-peliculas-y-series/page/blog/cuantas-estrellas-le-pones-a-senderos-de-gloria/QKd6_mm5HXueMMNKnPamQPbRE74B0Z63vrD
https://www.pinterest.es/pin/182888434850430885/
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