Creo que ayer se me fue la mano y aburrí al personal. Mala cosa:
eso es algo imperdonable. Hablar de cine, hacerlo de una buena película y no
ser capaz de sintetizar no es buena señal. Pero es que el tema es complejo y yo
un poco pelma. Voy a ver si hoy estoy más sintético.
Anticipé que iba a hablar de Buscando
a Eric, pero estuve dando vueltas a otra comedia, más blanda que Quiero ser como Beckham, pero que
también viene bien para explicar el multiculturalismo. Se trata de Mi gran boda griega (Joel Zwick, 2002).
En este caso, el núcleo de la comedia es la relación entre una mujer
estadounidense de origen griego y otro ciudadano de ese país de origen
irlandés. El personaje más divertido y enloquecido de la película es el padre
de ella, que busca (inventa) etimologías para demostrar que todas las palabras
vienen del griego y que ha hecho construir una casa que evoca patéticamente al
Partenón. La hija, a juicio de los padres, no tiene otra opción que ser griega
en los Estados Unidos, no mezclarse con otras culturas. Si hay un Chinatown, un
Little Italy, ¿por qué no una Atenas en América? Pues porque las personas se mezclan,
los idiomas se cruzan, se enriquecen y se hibridan. La pureza nacional se ve
menoscabada, desde luego, pero no deja de ser curioso que eso preocupe tanto en
un país hecho de aluvión, de oleadas de inmigrantes que llegaban desde Europa,
desde China, desde Latinoamérica. Una impura pureza racial, una impura pureza
cultural, una impura pureza idiomática. Como si el “Only English” pudiera ocultar que varios millones de estadounidenses
también hablan español, y también otros
son usuarios del chino, del italiano, del polaco… Algunos menos del griego. Bastan
unos minutos sentados en cualquier banco de Nueva York para saber lo que es la
diversidad del mundo y los sonidos de todos los idiomas del mundo. Alguien me
contó o leí que cogió un taxi y el chófer era oriental. Le preguntó eso de “Where are you from?”, a lo que
respondió: “I am ABC”. O sea, “American
Born Chinese”.
Recomiendo a todo el mundo una visita que no todos los turistas
hacen. Se suele visitar la Estatua de la Libertad, pero no todos bajan del barco
para entrar a Isla de Ellis, donde se encuentra el Museo de la Inmigración,
que muestra esa historia reciente de un país que construyeron los que fueron
llegando. Estremecedor y muy instructivo.
A casi todos los foráneos nos sorprende la profusión de banderas,
el himno que todos cantan con la mano en el corazón, el amor a la patria… Qué
raro, un país con tan pocos años de historia pero que muestra una unidad mucho
mayor que otros países europeos con mucho más tiempo como estado. Tal vez es
que lo que es tan diverso precisa un pegamento aglutinador, no sé, se me
escapan estas cosas que tampoco entiendo demasiado. En realidad, el problema
para mí no es vivir bajo las leyes de un estado, sino que estas sean justas y
proporcionadas. Creo que más que sobre símbolos convendría discutir qué sanidad
queremos y para cuántos y quiénes, qué modelo de educación, si gratuita y
universal o privada y al acceso de quienes puedan pagarla, etc. Desde luego, la
integración de los que llegaron y siguen llegando plantea los mismos problemas
que veíamos con la otra película: hay unas leyes que son de obligado
cumplimiento, pero conviene que sean justas, que permitan mantener peculiaridades
que no pongan en peligro la convivencia de todos. A ver si sé explicar esto:
nada impide a una familia griega que sus hijos aprendan griego, pero han de ser
escolarizados en el sistema educativo de los EEUU. Nada impide a un chino comprar productos chinos y celebrar
el año nuevo según su cultura, pero deberá pagar los impuestos que sean
preceptivos. Ninguna cultura tiene derecho a imponer sus propias leyes en el
seno de otra, aunque sí debe tener derecho a participar en la discusión pública
que da lugar a los cambios legislativos respetando el marco constitucional. Así,
por ejemplo, la ablación no es tolerable en España, por lo que nadie puede
esgrimir que es una peculiaridad cultural lo que en España es un delito. Esto
vale igualmente para prohibiciones como la poligamia, la pena de muerte o la
discriminación por razón de sexo, religión, etc. ¿Tiene un cristiano (judío, musulmán,
testigo de Jehová, etc.) derecho a que se respeten sus creencias? Desde luego.
¿Tienen derecho a obligar a los que no somos practicantes de su religión a que lo
seamos por imperativo legal? Por supuesto que no. Es preciso que en las leyes
quepamos todos. Menos, claro está, los que se sitúan fuera de ellas y de
los derechos humanos más elementales.
Cualquier religión ha de aceptar, le guste o no, que no es la
única en una sociedad multicultural. El tiempo de las sociedades homogéneas se
ha terminado. Algunos dicen que si en un país islámico se prohíben otras
religiones, ¿por qué hemos de autorizar su religión en un país católico? Es de
fácil respuesta: en primer lugar, España no es un país católico en su
ordenamiento jurídico, aunque sí posee una porción muy importante de católicos.
En segundo lugar, porque la ley injusta en un país no es una buena razón para
ser injusto en nuestro propio país. No me gustaría vivir en un país en el que
no pudiera ser libre en cuestiones de creencias, de costumbres o de
afectividad; tampoco quiero que lo sean otros en mi país.
Dicen algunos que los inmigrantes vienen a aprovecharse de las
leyes de este país. Veamos: ¿es aprovecharse escolarizar a sus hijos, recibir
asistencia sanitaria y trabajar… pagando los correspondientes impuestos?
Entonces sí, vienen a aprovecharse, exactamente lo mismo que nos aprovechamos
los que hemos nacido aquí y pagamos los impuestos con que se sufragan esos
servicios.
Por cierto, estos que hemos nacido aquí tenemos o tuvimos padres y
abuelos. Repasemos la historia de este país. Al acabar la Guerra Civil varios
cientos de miles de españoles emigraron: a Francia, a Latinoamérica, incluso a
la antigua URSS. Algunos siguen viviendo allí, otros han sido enterrados y sus
descendientes, López, Pérez y García, son profesores, abogados, carniceros,
pintores… En los años cincuenta y sesenta otra oleada de españoles cogió sus
maletas de cartón en busca de trabajo y, en ocasiones, también de una
ciudadanía democrática que aquí se les negaba. En París se puso de moda tener
una criada española, las fábricas alemanas se llenaron de españoles, italianos
y turcos, Suiza recibió trabajadores del sur de Europa, como Holanda, Bélgica,
Reino Unido…
Hemos olvidado muy pronto nuestra propia historia. Y hace muy poco
de eso, tal vez debemos preguntar a nuestros mayores y escuchar las historias
del abuelito una vez más.
Estoy recordando una película maravillosa titulada Un franco, catorce pesetas (Carlos
Iglesias, 2006). Cuenta justamente esta historia, que es la de la familia del
director: dos emigrantes españoles viajan a Suiza a buscarse la vida. Y ese
choque de culturas hace que se replanteen que lo suyo, lo español, es
estupendo, pero no siempre; que los suizos son raros, pero no tanto. La
película es divertidísima y es una buena mirada reflexiva a nuestro pasado
reciente -una mirada nostálgica y crítica- y a esa vida durísima que tuvieron
que emprender nuestros padres y abuelos hace no tanto y que casi todos
ignoramos porque hemos creído que somos ricos, que siempre lo hemos sido. Y no.
Estas comedias nos divierten porque nos reconocemos. Y a veces se
nos congela la sonrisa, se humedecen los ojos y nos obligamos a pensar.
Documental sobre la Isla de Ellis:
Procedencia de las imágenes:
https://www.filmaffinity.com/es/film280100.html
http://www.lletres.net/rovira/dd/?p=1261
https://www.pinterest.co.uk/pin/88735055128257256/
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