Tengo algunas anécdotas muy divertidas respecto al cine
subtitulado. Hace años intenté comprar una entrada en un cine de Valencia. La
taquillera me dijo: “Es subtitulada”. Le respondí que ya lo sabía, que no me
importaba. Y ella seguía porfiando: “Subtitulado quiere decir que tiene usted
que leer los carteles que aparecen en la pantalla”. “Sí, lo sé”, insistí. “¿Y
aun así quiere comprar la entrada?”. Debí hacerle caso: era mala; menos mal que
la lectura de los cartelitos me salvó del sopor. La otra me sucedió en los
multicines de Guadalajara. Creo recordar que un jueves al mes proyectaban una
película subtitulada. Allá que fui. Pagué el precio habitual y la taquillera me
devolvió un euro: “Es que es subtitulada”. Sólo le faltó la cara compungida:
pobrecito, tiene que ir a esta película a leer, qué menos que cobrar algo menos
a estos menesterosos. Una vez nos
instalamos en los asientos (por cierto, ninguno comía palomitas) empezó la
película… pero la luz seguía encendida. Un espectador fue a pedir que la
apagaran. A oscuras ya, nos dimos cuenta de que no había sonido, esta vez me
tocó a mí. Supongo que alguien pensó que total, van a leer, qué más les da que
no se oiga. La peli, esta sí la recuerdo era My Blueberry Nigths (Wong Kar-Wai, 2007), ligera y agradable, algo
blandita, con una melancólica banda sonora a cargo de Norah Jones.
En Valencia se celebraba un festival de cine muy interesante, la
Mostra de Cinema del Mediterrani. En una ocasión fui a ver una
película egipcia, un musical de los años cincuenta. La peli era delirante, pero
más delirantes aún eran los subtítulos en inglés del original árabe, que
resumían en una línea interminables parrafadas. No obstante, lo peor eran los
subtítulos de los subtítulos, esos ya en castellano, pero con dos minutos de
desfase. Una experiencia inolvidable. Eso de los metasubtítulos se arregla con
la traducción simultánea, algo que también viví en esa Mostra. Se estropeó el
subtitulado en castellano, de modo que una señorita iba leyendo los subtítulos
en inglés y traduciendo con un micro sin gracia ninguna. La peli era en serbocroata
y en ese idioma dijo un personaje “oh, oh”, que en inglés se dice “oh, oh” y
que la señorita traductora versionó acertadamente al español diciendo “oh, oh”.
Las carcajadas se oyen aún en aquel cine.
Ahora ya sin bromas, creo que en muchos países no se doblan las
películas. En España se hizo obligatorio el doblaje tras la Guerra, en 1941, al
promulgarse la Ley de Defensa del Idioma. Otros países europeos lo hacen
también (Francia, Italia, Alemania…) pero no todos, los del este de Europa y
los escandinavos no proceden así habitualmente. Tampoco Estados Unidos. Al
final se incluye un mapa de Europa con las costumbres al respecto.
La verdad es que quienes saben idiomas agradecen la versión
original y son capaces de captar acentos y entonaciones que se pierden en el
doblaje, pese a que los dobladores del cine español son más que buenos. Siempre
cito al fallecido Constantino Romero, con una voz potente y una dicción muy
clara, que ha sido, entre otros, Roger Moore, Clint Eastwood, Arnold
Schwarzenegger, Nexus 6 en Blade Runner
y Darth Vader en las entregas de La
guerra de las galaxias.
En alguna ocasión he visto películas latinoamericanas con gran dificultad de comprensión (y alguna
que otra española, muchos actores vocalizan mal). Y no porque esté sordo, sino
porque utilizan gran cantidad de localismos, palabras en argot o perífrasis que
aquí no se entienden. Del mismo modo que allí tampoco se comprenden todas las
nuestras. Es la dinámica de las lenguas, que son la misma y no. Desde luego, en
la argentina Carancho (Pablo Trapero,
2010) no hablan el español estándar, tardé un cuarto de hora en empezar a
enterarme de algo. Lo mismo me ocurrió con la aclamada película mexicana Roma (Alfonso Cuarón, 2018) que vi en
Netflix… con subtítulos. Pero me dicen que Gomorra
(Matteo Garrone, 2008) también tuvo dificultades de comprensión en Italia y que
lo mismo ha ocurrido con alguna película francesa en Francia.
¿Qué hacer entonces? Muchos de los contrarios al subtitulado la
emprenden a carcajadas cuando escuchan a Javier Bardem hablar en alemán o a
Penélope Cruz en francés. Lo mismo, exactamente lo mismo, que ver una película
alemana o francesa dobladas, una variante del etnocentrismo, que concibe otras películas
en su idioma, pero no otros idiomas en sus películas. No me parece una solución
fácil. En Madrid y Barcelona suelen disponer de las dos posibilidades; en
Valencia, Sevilla, Zaragoza y otras de tamaño también grande suelen tener
alguna posibilidad; en Soria, Guadalajara, Valdepeñas o Astorga no existe, de
modo que sólo quedan las plataformas de pago para estos irreductibles. O el
pirateo.
Que está mal. Que es indefendible. Hay una convicción generalizada
de que todo lo que está en Internet es de todos y por lo tanto, debe ser
gratuito. Cuando no lo es, pirateo al canto. Vamos a ver: las plataformas de
pago cuestan 4 € al mes en el caso de
Netflix (si se comparte con otros tres amigos) y 8 € Filmin (si se comparte con
otra persona) o sea, 0,13 o 0,26 € al día.
Con miles de películas y series para elegir. Series y películas, por
cierto, en las que participan muchas personas que tienen la mala costumbre de
cobrar por su trabajo. ¿O alguien pensaba que eso se hace por vocación?
Nos molesta pagar y también nos molesta que, cuando es gratuito,
haya publicidad. Supongo que el personal cree en fenómenos paranormales, no sé,
que los productos culturales se hacen solos, que nadie cobra, que los técnicos
de sonido, los actores y actrices, los carpinteros, etc., son seres de luz que
no tienen hipoteca, que no comen, que no pagan facturas. Su única actividad,
deben pensar, es estar fabricando productos entretenidos para que los demás
disfrutemos sin abonar por ello cantidad alguna.
Esos mismos no tienen empacho en pagar 1200 € por un iPhone o más
de 100 por una camiseta de tu equipo del alma. Eso sí, que no sea pirata, que
sea la oficial, con el nombre del ídolo o con la manzanita bien visible en el
caso del móvil. Lo importante es que creamos que vale lo que cuesta. No es lo
mismo, como ya vimos, el valor y el
precio. La plusvalía es ese valor añadido que tiene algo que la hace apreciable
para nosotros. Como todo valor, es simbólico, es lo aquello que la hace
estimable, para muchos, para casi todos o solo para unos pocos.
Algo cuyo precio es bajo tendemos a pensar que carece de valor.
Sucedió con los discos, en vinilo o en CD. Antes se regalaban, eran caros,
ahorrábamos para comprarlos. Ahora casi nadie los compra, se han devaluado
porque su precio ha caído a causa de la falta de demanda. A no ser, claro, que
sea especial por algo: un recuerdo, un obsequio. En ese caso, su valor es
enorme y su precio sigue siendo bajo. De ese valor simbólico se aprovechan
muchos que lo transforman en precio elevado, especialmente si logran convencer
a la gente de que necesitan eso,
justamente eso, al precio que sea.
Vamos al cine y nos cobran casi 10 €. Las familias aúllan
indignadas: cuatro personas, más las palomitas y los refrescos se ponen en más
de 50 €. ¿Es caro? Las palomitas, indudablemente, pero eso es prescindible y
sería deseable que así fuera. Cuando vivía en Valencia frecuentaba los cines
Albatros, en los que estaba prohibido comer y beber. No obstante, también hemos
de tener en cuenta que un cine requiere unas instalaciones y un personal que
las atienda. Y esas personas, vaya por Dios, también tienen la mala costumbre
de cobrar un sueldo. Y, por supuesto, el caché de las estrellas de la película
es muy alto (acabo de leer que hay un actor que cobra casi 90 millones de
dólares por película) y ese dinero sale justamente del precio de la localidad.
A lo mejor si cobrasen algo menos podría abaratarse el precio de la entrada,
aunque un tipo impositivo más reducido tampoco estaría mal. Pero, como dijo
aquel, es el mercado, amigos.
Desde luego, el gratis total no es buena solución porque al final
lo que se resiente es la calidad del producto. Si el iPhone fuera gratuito y se
pudiera “tomar prestado” sin pago alguno, dudo mucho que siguieran manteniendo
altos estatus de calidad. Si nadie paga, entonces no hay dinero y si no hay
dinero no se hacen películas. Y en ese momento se terminó el negocio, el arte,
como queramos llamarlo. Se acabó.
Tenemos que acostumbrarnos a que la cultura tiene un coste y que
los creadores deben ser remunerados. Soy de los que cree que hay que pagar por
un concierto de jazz, en un cine y al que hace el logo para la tienda.
Cualquier artista nos contará historias de terror al respecto. Muchos reciben
invitaciones a dibujar para una editorial o para una empresa de lo que sea y lo
que les ofrecen a cambio es visibilidad. ¿Visibilidad? Algunos supuestos influencers ofrecen fotos en su
Instagram a cambio de que un cocinero de postín les invite a comer. Hace poco
una traductora se quejaba de que no consigue trabajos por más de 0,034 € por
palabra. ¿Se atreverían a proponer eso a un fontanero, a un mecánico o a un pintor?
A ver: tú vienes a mi casa, la pintas, no te pago, pero escribo en mis redes
sociales que eres un pintor maravilloso, luego viene el fontanero y lo mismo;
el coche no lo abono, pero digo a mis 30000 followers
que el concesionario es un amor, que las paredes están relucientes, que el vehículo
huele a vainilla y cítricos y que ronronea como un gato persa.
Parece que hay algo sobre lo que hay que reflexionar y es el valor
del trabajo. En un contexto de escasez de empleos y de recesión, el
mercado se devalúa y los sueldos caen. Unos más que otros, por cierto, en el
ámbito de la creación artística y cultural se ha llegado al trabajo gratis, con lo que unos
obtienen el beneficio a costa del esfuerzo no remunerado de otros. Si Marx
levantara la cabeza… Porque eso es alienación full time. Deberíamos ser muy rigurosos en esto: un contrato es un
acuerdo entre partes en el que una de ellas señala las obligaciones que tiene
la otra; esta parte acepta libremente y es pagada por el desempeño de sus
tareas. Es algo muy elemental, pero no siempre comprendido ni practicado,
trabajar gratis es cada vez más frecuente y nadie se sonroja por proponer a un
creador que desarrolle su actividad para una empresa o particular a cambio de
visibilidad.
Volvemos a lo de antes: si yo disfruto una película y no pago por
ello, entonces no hay trato, no hay con-trato (trato-con), sino abuso. Uno de
los mantras del liberalismo económico es que el mercado se regula solo. Bueno,
no tanto. Desde luego, cuando las grandes empresas van bien, es el mercado
libre, el espíritu emprendedor y las legítimas ganancias. Nada que objetar por
ahora. Lo malo es cuando vienen mal dadas: entonces pedimos ayuda a las
administraciones públicas en forma de subvenciones, aplazamiento de impuestos y
otros auxilios cuya necesidad es, desde luego, desigual. Al mundo del cine en
España se le reprocha que viva de subvenciones y que las necesita porque es
malo, por lo que no va la gente a verlo (supongo que dejaremos fuera a
Almodóvar, Amenábar, Segura, Bayona…).
Bueno, vamos con datos, aunque primero habría que preguntarse si
queremos cultura española o no. Porque hay algunos elementos de esa cultura que
no pueden mantenerse si no hay subvención: desde el ballet hasta los deportes
minoritarios como la gimnasia artística. El cine tiene algo especial, porque es
arte y también industria. Lleva mucha gente a las salas, pero no la suficiente
como para que tenga autonomía financiera completa. Si son ciertas las cifras
consultadas, en Francia se dedican cantidades seis veces mayores que en España,
en el Reino Unido cinco veces, en Italia cuatro… Incluso en la absolutamente
liberal Estados Unidos se dedica dinero al cine de ese país. Al final, indico
las referencias consultadas.
Naturalmente, y voy acabando por hoy, esto nos conduce a la
pregunta esencial: ¿en qué gastamos el dinero y por qué en eso y no en otra
cosa? Todos tenemos claro que el dinero es limitado. Todos tenemos claro que
hay gente que paga(mos) los impuestos que corresponden, mientras que otros se
escaquean en los paraísos fiscales o directamente saquean las arcas públicas. Y
eso está mal y es un delito en muchos casos. La ONG Intermón Oxfam rodó un
corto muy revelador al respecto. Es éste:
Ahora lo que hay que hacer es decidir exactamente en qué gastamos
el dinero (que todos deberíamos aportar), cuánto y por qué. La decisión es
política, pero debería responder a criterios morales bien fundamentados. Si
decimos, por ejemplo, que vamos a recortar en educación, será porque nos parece
menos importante que la partida presupuestaria en la que no recortamos o
incluso incrementamos. Es una cuestión de jerarquías políticas: qué es lo
importante y qué no es tan importante. Y de eso han de dar cuenta nuestros
gobernantes o aspirantes a serlo. Se llama rendir cuentas, en su sentido más
economicista y en su sentido más moral: explicar, argumentar a la ciudadanía,
no tomarla por idiotas que sólo responden a un eslogan de pocas palabras. No es
pedir demasiado.
Mapa del doblaje en Europa:
Subvenciones al cine español:
Procedencia de las imágenes:
https://www.filmaffinity.com/es/film949020.html
https://www.bolsamania.com/cine/seis-anos-sin-la-voz-de-constantino-romero/
https://www.idealista.com/news/inmobiliario/vivienda/2013/03/13/590961-que-hacer-si-tengo-problemas-para-pagar-el-alquiler
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