Si hay un tema socorrido en cine es el del amor. Y desde el
principio, por cierto. Uno de los primeros besos rodados en cine es este (El beso, Thomas Edison, 1896), que nos sorprende
aún, deliciosamente naif:
Apenas cuatro años más
tarde, el propio Edison (Kissing,
1900) escandalizó (no es ironía) al personal con el rodaje de este otro beso:
No sigo, que este blog
es para estudiantes y corro el riesgo de que me denuncien… Bueno, voy a seguir
un poco. Hace pocos días murió Ennio Morricone, sin duda uno de los grandes
compositores de la historia del cine. Gran parte de sus películas no serían lo
mismo sin esa banda sonora que las acompaña. Indico al final una selección de
sus obras. No obstante, para mí la mejor es la BSO de Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988), que compuso con su hijo
Andrea. No digo que sea la mejor composición musical, sino la que acompaña a
una película que me enamoró desde su comienzo hasta su final, un florilegio de
besos cinematográficos. Esta vez no voy a destripar la película. Por cierto, he
buscado el enlace de la última secuencia y me dice que “puede ser inadecuado
para algunos usuarios”. Bueno, corramos un tupido velo y limitémonos a la
música:
En Cinema Paradiso hay amor por el cine. Es
la historia de una sala de cine del sur de Italia. Un niño que ha perdido a su
padre en la Segunda Guerra Mundial se cuela todos los días en la sala de
proyecciones. El niño, Totò, se convierte en Salvatore y después en un reputado
director de cine. La sala va cambiando, las películas también, desfila la
segunda mitad del siglo XX y vemos lo que se parece la historia de Italia a la
historia de España.
Es una película
deliciosa, sentimental, a veces casi sentimentaloide, pero qué difícil es que
no guste, muy especialmente a los que ya tenemos una edad y hemos visto casi
todas las películas que que se proyectan en el Cinema Paradiso.
Hay también una
historia de amor, mucho más desarrollada en la versión ampliada, el montaje del
director, que apareció en DVD en 2002. Esa historia es como todas: tan vulgar,
tan contrariada, tan maravillosa. Salvatore se enamora de la chica nueva que
llega al pueblo, la bellísima y enigmática Elena, hija del
director del banco. No hay en su relación nada extraordinario y todo lo es.
Eran los tiempos de las cartas, del
teléfono público, del tiempo de esperar y esperar… Pero una cita, avisada
mediante una nota que se pierde y nunca es leída, cambia las vidas de ambos. No
hay encuentro y cada uno emprende una existencia distinta al margen del otro.
¿Novedades? Qué pocas, es una historia que seguramente nos han contado muchas
veces, que hemos vivido, nos reconocemos en ella. Es que no somos esos héroes
de la pasión, de los que hablaba otro día, sino obreros del amor, intentamos
construir algo y vamos descubriendo que no es fácil, que el libro de
instrucciones no nos vale y que las reglas hay que inventarlas cada vez.
Se dice, se repite
estúpidamente un mantra tras otro, un lugar común: que si los hombres son así,
que si las mujeres, que si les gusta esto o lo otro, que si su conducta, qué esperan, que ellos, nosotros, nosotras, ellas… Nada, que no. Ojalá fuera fácil,
pero no lo es. Salvatore es torpe, tampoco es muy diestra Elena, seguramente
saben confusamente lo que quieren (o no), pero su conducta es vacilante, hay
que emprender la conquista de los afectos y la primera vez todo es
especialmente intenso, no hay experiencia y sí mucho miedo, deseo y miedo. Y
luego está el azar, ese director de juego invisible que impone reglas nuevas en
medio de la partida y parece complacerse en el desconcierto de los amantes.
Puedo desgranar unos
cuantos centenares de películas de tema amoroso, prácticamente todas, incluso
metiendo la historia con calzador. A la gente le gusta. Y si además hay poca
ropa, aún le gusta más. Qué diferencia con esos castísimos besos con los que
comienza la historia del cine… Hay tantas… Me gusta muchísimo Casablanca, de la que ya hablé. Y
también La mujer del teniente francés (Karel
Reisz, 1981), Los amantes del Pont-Neuf (Leos
Carax, 1991), El paciente inglés (Anthony
Minghella, 1996), Paseo por el amor y la
muerte (John Huston, 1969)… Imposible hablar de todas.
Mientras estaba dando
vueltas a esta entrada, leía un magnífico libro que recomiendo a todos: El infinito en un junco, de Irene
Vallejo, un texto que es un ensayo, pero se tiene la sensación de ser una
novela. Lo estoy leyendo sin aliento y despaciosamente, con intensidad y
pasión. Hoy he llegado al capítulo 37 y, mira tú por dónde, estaba hablando
sobre el libro El lector, de Bernhard
Schlink, a partir del cual se hizo una película que respeta absolutamente la
novela (El lector, Stephen Daldry,
2008). La película tiene críticas desiguales, aunque me sumo a los que les
pareció estupenda. Como suele decir el crítico Carlos Boyero, la historia me
conmueve.
Tras la Segunda Guerra
Mundial, un joven conoce casualmente a una mujer que le dobla en edad. Entre
ellos se inicia una pasión amorosa que tiene como elemento sustancial la
lectura de los libros. A Hanna le gusta que Michael le lea los libros. Y
escuchamos como narra la Odisea, pero
también a los maestros rusos, a Dickens, a Goethe… Michael la seduce mediante
la palabra y ella siempre quiere -¡necesita!- su dosis de palabras, de
historias que la transporten. Hagan lo que hagan, siempre ha de leer antes.
Como en Cinema Paradiso, hay un momento en que
sus vidas se separan, ella desaparece y Michael la busca. Como dice Irene
Vallejo, “durante años, él no puede ver un libro sin pensar en compartirlo con
Hanna” (1). Los amantes se aman porque hay algo que los vincula, que no es solo
la piel y el deseo. Los amantes aman lo que el otro ama, se aman en el amor del
amado, en los amores que ama el amado.
Pero (spoiler, cómo no) finalmente él descubre el secreto de Hanna: es analfabeta y está embriagada por la palabra, que desea e ignora en su forma escrita; ha vuelto a la narración oral, no es casualidad que Michael lea para ella la Odisea. También ha sido guardiana en un campo de concentración nazi, con su dosis de crueldad y crímenes a cuestas. Cumple condena en la cárcel. Él graba en cintas de casete los libros que le leía.
Concluye certeramente
Irene Vallejo: “Atrapados en su laberinto de culpa, espanto, memoria y amor, los
dos se resguardan en el antiguo refugio de las lecturas en voz alta. Estos años
de narraciones compartidas reviven las mil y una noches en que Sherezade aplacó
con sus relatos al sultán asesino. Náufragos de la catástrofe de la Segunda
Guerra Mundial y con las heridas europeas todavía en carne viva, el
protagonista y Hanna regresan a las antiguas historias en busca de absolución,
de cura, de paz” (1).
(1) Irene Vallejo: El infinito en un junco. La
invención de los libros en el mundo antiguo, ed. Siruela, Madrid, 2020, p. 111.
Algunas muestras de la
música de Ennio Morricone para el cine:
Procedencia de las imágenes:
https://proyectoidis.org/thomas-alva-edison/http://www.acontracorrientefilms.com/pelicula/366/cinema-paradiso/
https://juanramonvillanueva.com/2020/04/23/el-infinito-en-un-junco-en-principio-era-el-verbo/
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Se ruega educación en los comentarios. No se publicarán los que incumplan los mínimos. El moderador se reserva el derecho de corregir la ortografía deficiente.