En la última entrada terminaba con una expresión que parece política pero que es hondamente filosófica: rendir cuentas. Lo traduciré a un lenguaje menos economicista: dar explicaciones.
Estoy buscando el origen de la palabra y me entero de que procede
del latín y es algo así como desplegar lo que estaba doblado, oculto a la
comprensión que, de este modo, es lo previo a la explicación. Primero sería comprender,
saber qué ocurre, y luego explicar. Probablemente esto es lo que constituye la
acción docente: comprender y luego explicar. También la acción del estudiante:
primero comprender, saber, aprehender algo. Y sí, después saber explicar, no
otra cosa es un examen, un ejercicio de clase, una disertación filosófica, un
dilema moral, un trabajo que no se limite a cortar y pegar. Aprender es
aprehender, hacerse activamente con algo, hacerlo nuestro. Y, como se suele
decir, ser capaz de explicárselo a alguien. Recomiendo a mis estudiantes esta
técnica: cuando creáis que sabéis algo, intentad explicárselo a alguien que no
sepa nada o muy poco del asunto, veréis lo difícil que es y también que la
verbalización de algo es también una lucha con vosotros mismos, la prueba del
algodón de si habéis comprendido bien algo. A menudo decís que lo sabéis, pero
que no sabéis explicarlo. Entonces es que no lo sabéis; como mucho, tenéis
retazos, ecos, poco más.
Si me aúpo a la tradición de los gigantes, debo remontarme a
Platón. En su República lo dice en
repetidas ocasiones: hay que dar y pedir razones. No obstante, parece que el
primero en utilizar la palabra logos fue
Heráclito, un filósofo del que apenas se conservan fragmentos (su libro se
quemó, como tantos otros de la Antigüedad). En uno de ellos se dice esto: “No
escuchándome a mí, sino a la razón, sabio es reconocer que todas las cosas son
una”. Y en otro, estas son sus palabras: “Aunque
este logos existe siempre, los hombres se tornan incapaces de
comprenderlo, tanto antes de oírlo como una vez que lo han oído. En efecto, aun
cuando todo sucede según este logos, parecen inexpertos al
experimentar con palabras y acciones tales como las que yo describo, cuando
distingo cada una según la naturaleza y muestro cómo es; pero a los demás
hombres les pasan inadvertidas cuantas cosas hacen despiertos, del mismo modo
que les pasan inadvertidas cuantas hacen mientras duermen” (1).
Eso es la conquista del logos,
palabreja que utilizamos mucho en clase de filosofía y que habitualmente suele
traducirse como razón, sin que eso agote su campo semántico. También es
palabra, verbo, ciencia, tratado, explicación, teoría… Me llama la atención
algo de las palabras de Heráclito: logos
quiere decir razón, pero esta facultad humana de comprensión y más tarde
explicación no se da en todos los hombres, algunos son “incapaces de
comprenderlo”, “parecen inexpertos al experimentar con palabras”. O sea, que no
es nuevo esto de que no nos escuchamos. Que no nos comprendemos, es evidente,
pero tal vez uno de los motivos será que no nos escuchamos. Oír no es lo mismo
que escuchar, del mismo modo que ver no es sinónimo de mirar. Escuchar y mirar
exigen una disposición voluntaria, una atención. Pero también hay un requisito
moral en ellas: el respeto al otro y a lo que hay en común entre nosotros, lo
que excluye el menosprecio y la soberbia moral. Ya lo dijimos: podemos estar
equivocados ambos e incluso ambos a la vez. Ese respeto al otro como
interlocutor exige una consideración hacia su humanidad como equivalente a la
mía, pero no una equivalencia de las opiniones. Me gustan mucho estos versos
del poeta Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la Verdad, / y ven conmigo a
buscarla. / La tuya, guárdatela” (Proverbios
y Cantares, LXXXV). Puede que Heráclito y luego Platón aspirasen a que la
palabra consiguiese la verdad total, puede que esas pretensiones máximas sean
una utopía, pero su alternativa, la filodoxia, esto es, la pretensión de que la
opinión (doxa) es correcta siempre,
no parece lo mejor.
Y cine, que estamos llegando al ecuador de esta entrada y ni una
palabra de cine. Es que aún no he desvelado lo que tengo en la cabeza. Nada
menos que Doce hombres sin piedad
(Sidney Lumet, 1957). La 2, como es costumbre los martes, emite una película
excelente, un clásico, la ópera prima de un director muy prolífico; entre sus
muchas películas excelentes también me gustaría recomendar Veredicto final, emparentada con la primera pero rodada 25 años más
tarde. Por cierto, tras la película se emitirá la no menos excelente versión
teatral que se hizo en España (enlace al final). Que yo sepa, hay dos versiones
más. La primera, de 1997, la rodó William Friedkin para la televisión y en
España se tituló Doce hombres sin piedad:
veredicto final. La segunda, 12,
debe su autoría a Nikita Mikhalkov que en 2007 trasladó la trama a la Rusia de
esos años con el conflicto checheno de fondo. En mi opinión, Mikhalov hizo una
recreación más que digna y añadió un elemento nuevo de gran interés. No
obstante, las críticas fueron desiguales. Sin embargo, tiene más puntuación en
todos los lugares en que se reseña la versión que se hizo para televisión, que -otra
vez mi modesta opinión- aporta poco y tiene una muy menor carga dramática, que
descansa sobre un siempre eficaz Jack Lemmon. Pero es que emular a Henry Fonda
(Número 8 en el original) era muy complicado.
Aunque a primera vista se trata de una clásica película de
juicios, como hay tantas, son casi un género en sí mismas, ofrece muchos
elementos filosóficos. Se trata de una deliberación, en un caso aparentemente claro, en el que el jurado
debate sobre la culpabilidad o inocencia del acusado. Pero el personaje
interpretado por Henry Fonda vota inocente. ¿Y ahora qué?, replican los otros
miembros del jurado. Y él contesta: ahora tendremos que hablar. El resto de la
película es una lucha de la verdad (o de la aspiración a la verdad) contra la
apariencia, del sentido común crítico e ilustrado contra el sentido común
acrítico, como dijo Popper, de las razones contra las emociones. La duda razonable es el elemento que pone
en marcha la tarea analítico-crítica en la que consiste la película (y la
filosofía). De todo esto es precisamente de lo que se ocupa la filosofía: de la
argumentación. Y no sólo en su parte teórica: argumentar es una obligación
moral y política.
Casi todos mis alumnos conocen la película porque es un clásico en
mis clases. Hace unos años empezaba el curso con ella. Ahora trabajamos con
ella inmediatamente detrás de los temas de lógica informal para desarrollar los
temas relativos a la argumentación. También puede usarse en los temas de ética.
Da mucho de sí. Incluso podría sernos útil en la Historia de la Filosofía de 2º
de Bachillerato, para ilustrar los temas de Platón (la búsqueda de la verdad),
así como la filosofía práctica de Kant (el deber, lo correcto, frente a lo útil
o conveniente). Mañana me pongo con estos dos monstruos porque hoy quería
insistir en lo de la palabra, el logos.
La película comienza con el final de un juicio: un muchacho de
extracción marginal ha sido juzgado por el asesinato de su padre. El juez
recuerda finalmente a los miembros del jurado la gravedad del hecho y su
responsabilidad: la pena puede ser la capital si lo consideran culpable. Ahora
bien, si tienen dudas razonables, no deben declarar culpable al acusado. Pero
¿qué es una duda razonable? No estoy hablando sólo del término jurídico, sino
de su uso en la vida cotidiana y la facilidad de manipulación por la vía
emotiva de la opinión pública. Recordemos -es sólo un ejemplo entre muchos
posibles- la condena de Dolores Vázquez por el asesinato de Rocío Wanninkhof.
Todo el mundo estaba convencido de su culpabilidad, incluido el jurado. Los
medios de comunicación ya habían sembrado y abonado la semilla de la
culpabilidad (que no de la duda, mucho menos de la duda razonable) en el
corazón de casi todos los españoles. No tenemos costumbre de no opinar, parece
que somos incapaces de decir: no sé nada de este tema, no tengo suficiente
información, prefiero no precipitarme, necesito más datos, no me gusta que me
digan lo que debo pensar… Dolores Vázquez fue puesta en libertad cuando se
encontró al verdadero culpable, asesino a su vez de Sonia Carabantes, lo que
condujo a su detención. ¿Quién devuelve a Dolores Vázquez sus meses en prisión,
su vida interumpida? ¿Puede resarcirse con dinero este castigo inmerecido? ¿Y
si nos pasara precisamente a nosotros
algo así?
Una duda razonable… Por eso se dice siempre en derecho que hay que
demostrar la culpabilidad, no la inocencia. No puedo demostrar que no maté a
Kennedy, que no robé el examen de mi oposición o que no he estafado a los
pensionistas. Son los acusadores quienes deben probar. En ciencia se dice que
la carga de la prueba debe llevarla quien afirma algo (no se prueba que la
lejía no puede curar el cáncer, se prueba, en todo caso, que lo cura). En
derecho, la carga de la prueba la lleva quien acusa, quien denuncia, a él
corresponde probar la culpabilidad. Y por eso se aplica siempre este principio:
in dubio, pro reo. Es decir, en la
duda, si hay insuficiencia probatoria, es preciso actuar a favor del acusado o
imputado.
¿Y cómo se determina esto? En la película todo parece señalar
hacia una culpabilidad clara, una evidencia. Evidente quiere decir precisamente
ausencia de dudas, la verdad que se manifiesta sin fisuras. Se realiza una
votación, todo parece decidido. Pero alguien vota inocente. ¿Inocente? En
España es algo chocante porque aquí la dicotomía es culpable/inocente, mientras
que en el mundo anglosajón, y por tanto en la película, es guilty/not guilty, es decir, culpable o no culpable. En su
tradición, lo que aquí llamamos inocencia quiere decir que no existe fuerza
probatoria suficiente.
No es “alguien”, es el número 8 .Nunca sabemos sus nombres hasta
que al final dos de ellos se presentan. No importa, esto va de otra cosa, no de
protagonismos ni de estrellas que lucen palmito. El resto de los miembros del
jurado se muestran disconformes, algunos rabian por diversos motivos (que no
razones), incluso hay uno que quiere acabar pronto para irse a ver un partido: en
su primitivismo emocional todo es sencillo, se vota, se le condena a la silla
eléctrica y yo me voy a ver un partido de béisbol, que es lo que importa.
Pero no. El aguafiestas de Henry Fonda (número 8) está allí para preguntar.
Para preguntar, diría yo, filosóficamente. Uno de los miembros del jurado le dice
entonces: “¿Y ahora qué?”, a lo que él contesta: “Tendremos que hablar”. El
aguafiestas que de vez en cuando aparece, el kantiano, el que no tiene prisa ni
entradas para un partido. Ha llegado una persona corriente que dice que tenemos
que hablar. Y eso significa usar la razón, el logos, ese dar cuenta de algo,
explicar, sacar a la luz lo que estaba oculto o, al menos, no dar por claro y
evidente lo que es dudoso.
Votar está bien y es uno de los procedimientos de la democracia al
que no estaríamos dispuestos a renunciar. Pero hay cuestiones que no pueden ser
sometidas a votación. Algunas porque su verdad está fuera de la opinión (las
leyes de la Física, por ejemplo: ¿se imagina alguien que un parlamento vote en
contra de la segunda ley de la termodinámica?). Otras pueden votarse, pero el
resultado solo indica la convicción de los votantes frente al tema propuesto y
en absoluto la verdad. Por eso hay que ser enormemente escrupuloso en estos
temas y evitar la contaminación emocional, que convierte los motivos en razones
como por arte de magia. Y ya se sabe que las emociones son estupendas… Algunas.
Y otras no, pero todas tienen un gran poder conmovedor y movilizador.
Tras la primera votación todos votan “culpable”, excepto el
“número 8”
(Henry Fonda). Uno de los miembros del jurado exclama: “¿Y ahora qué?”, a lo
que Fonda contesta: “Tendremos que hablar”. ¿Por qué deberíamos hacerle caso?,
¿qué quiere decir exactamente con esas palabras?, ¿para qué hemos de hablar?,
¿no basta con votar?, ¿es lo mismo lo verdadero que lo mayoritario?
Voy a terminar por hoy (amenazo con más) con un hermoso texto de Xavier Rubert de
Ventós que me parece muy adecuado para hermanar la actividad filosófica con el
mensaje de la película (2):
“…para hacer filosofía hay que ser lo bastante
valiente, o simplemente ingenuo, para reconocer que no vemos las cosas claras.
Para aceptar sin reservas ni coartadas el desconcierto, la desazón y el vértigo
que nos produce lo que no entendemos. A menudo se cita como frase inaugural de
la filosofía la expresión de Sócrates 'Sólo sé que no sé nada'. Y es que,
efectivamente, la filosofía ni sabe mucho ni da casi nada. No da, por ejemplo,
ni la seguridad que nos ofrece la ciencia, ni el placer que produce el arte, ni
el consuelo que puede darnos la religión. (...) es más bien la carcoma, la
inquietud, la eterna búsqueda del pensamiento insatisfecho”.
(1) Citas
extraídas de estos dos enlaces sobre los fragmentos de Heráclito:
Versión teatral española de Doce
hombres sin piedad:
https://elquiciodelamancebia.wordpress.com/2009/06/06/doce-hombres-sin-piedad-1953/
https://www.ecartelera.com/noticias/1586/cartel-oficial-12/
https://www.filmaffinity.com/es/film695552.html
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