Me gusta mucho la escena de amor que hay en la película, al final,
la última escena (o sea, que de nuevo spoiler).
Por cierto, acompañada de una sensacional música de Vangelis. Esta:
La Tyrell Corporation fabrica replicantes. Es la creadora de esos
ejemplares que se han rebelado y vuelto a la tierra en busca de su creador. Se
han mezclado con los seres humanos y es difícil encontrarlos. A León se le
identifica como humano por el test de Voight-Kampff, una serie de simulaciones por las que se mide el grado de
empatía de alguien y, en consecuencia, su humanidad. Es una ficción,
naturalmente, pero con cierta base científica. No obstante, no está claro si el
fundamento es el célebre test de Turing o los trabajos de psiquiatría de Carl
Gustav Jung.
No es el único. De Roy Batty (Nexus
6) ya hemos hablado, es un líder, un comando de élite. Zhora (trabajadora
sexual) es identificada gracias a una marca de fábrica, algo imposible en un
humano. También tenemos a Pris, una modelo básica de placer, que muere entre
estertores, aferrándose a la vida. Pris está descubriendo, en su simplicidad
estructural, las dificultades de los seres humanos en la vida diaria. Pris
conoce a Sebastian, un solitario que fabrica juguetes para que le den la
bienvenida cuando llega a un edificio en el que sólo parece vivir él. Pris se
acomoda a él, desarrolla un afecto que también tiene algo de búsqueda de
protección. Nuevamente los confusos límites sentimentales. Pris es débil, pero
próxima, amigable. Como todos los seres humanos, precisa ser querida y
aceptada. Sin embargo, es una replicante, pertenece al grupo de los rebeldes y,
como el resto, ha de ser retirada.
Mención especial merece Rachel. Es
un modelo extraordinariamente elaborado, la última generación de los
replicantes, casi tan humana como los humanos. Recibe a Deckard, lo trata con
cierto desdén. Acepta ser sometida al test en el que se muestra incluso
desafiante. Pero es una máscara: Rachel sospecha su condición y, como el resto,
busca una memoria, un pasado que le construya una identidad. Por eso hay esa
obsesión por las fotografías, por los recuerdos. Hume sostenía que es imposible
demostrar la identidad, que no es más que una suma de recuerdos cosidos con un
hilo supuesto e invisible -por lo tanto, supuesto-. La memoria es lo que somos
aunque ya no lo seamos, no somos sin memoria. La memoria, lo que hemos sido,
incluso con sus lagunas y con sus falsos recuerdos (la mente embellece,
disimula el dolor), es lo que nos constituye.
Rachel casi se sabe humana. Y Deckard casi
la acepta como tal. Cuando interroga a Tyrell al respecto, él le contesta que
está empezando a sospechar que es una replicante. Tyrell la ha hecho casi
perfecta, a imagen y semejanza de Dios, de él. Pero los seres humanos tenemos
algunas instrucciones defectuosas, una falta de conformidad con lo que somos,
un desafecto hacia el creador, al que exigimos más que lo que nos va a dar.
Incluso los que no aceptan lo sobrenatural: qué difícil es anclarse en la finitud,
como decía Tierno Galván en aquel librito delicioso, ¿Qué es ser agnóstico?
Pese a ello, hay una bella historia
de amor entre Rachel y Deckard. Una historia hecha de aceptación de la fragilidad,
de esperanza y desesperación. En la última escena de la primera versión (hay
otra, que da una vuelta de tuerca a la historia y que no termina igual) vemos a
Rachel con el policía. La vemos absolutamente humana, frágil y entregada. La
vemos desmontar ese aparataje capilar que lucía y dejar su pelo suelto y libre.
La vemos con la mirada enamorada y angustiada, necesita que la quieran y que la
ayuden. Algo parecido a la mirada de él. Los dos saben que su amor tiene fecha
de caducidad. Parafraseando una escena anterior, ¿cuánto tiempo les queda?
Las grandes historias de amor que
nos ha dado la literatura, que tiene bastantes más siglos de experiencia
contando historias que el cine, son siempre historias trágicas. ¿A quién le
importa cuánto pagan de hipoteca los primos que se casaron el año pasado? Cada
una de las parejas que compran en el híper el viernes por la tarde tienen una
historia detrás, tan vulgar y tan extraordinaria como la de cada uno, con sus
luces y sombras, con sus lavadoras, sus discusiones, sus aversiones a la
familia política o sus cumpleaños con barbacoa. Pero luego tenemos a Tristán e
Isolda, a Ginebra y Lanzarote, a Romeo y Julieta, incluso más cercanamente a
los amantes de Teruel. Siempre historias trágicas, transidas de muerte y de
imposibilidad de plenitud eterna. En Excalibur
(John Boorman, 1981) tenemos un excelente ejemplo: el rey Arturo ha descubierto
la infidelidad de su esposa con su mejor caballero. Los persigue y los
encuentra en el bosque. Están desnudos y abrazados. Puede matarlos pero no lo
hace, simplemente clava entre sus cuerpos la espada. Al despertar la
encuentran: su horror simboliza la imposibilidad de ese amor eterno; al
contrario, su relación siempre estará empedrada de contrariedades y amenazada
de muerte. Este es el enlace a la secuencia:
Algo similar les
ocurre a Rachel y a Deckard. Es
como si Luis García Montero hubiera escrito estos versos para ellos: “Tú me
llamas, amor, yo cojo un taxi, / cruzo la desmedida realidad / de
febrero por verte, /el mundo transitorio que me ofrece / un
asiento de atrás, / su refugiada bóveda de sueños”. Rachel y Deckard no
dudan. O sí, pero deciden apostar por un futuro incierto, repleto de preguntas
y amenazado por Excalibur, que en este caso es la caducidad impuesta por
Tyrell. Pero son humanos. Ambos, como cualquier humano, se empeñan en un amor
que seguramente terminará pronto, o bien por la muerte programada de Rachel o
bien por lo que mueren las pasiones iniciales de tantas parejas: vida
corriente, demasiadas expectativas, romanticismo tóxico, dependencia afectiva,
pobreza, fatiga existencial, otras personas, crisis de los treinta, cuarenta o
cincuenta… La vida corriente es muy dura, una prueba para el amor a la que no
todos sobreviven. Nos llenan la cabeza de pájaros, nos hacen creer en un amor
eterno y para siempre, prometemos ante oficiantes actitudes y acciones que en
algunos casos no podremos o no querremos cumplir al cabo de los años.
Sí, todo esto lo sabemos, pese a las máscaras con las que
endulzamos nuestra común existencia en esta tierra. Estoy recordando una
maravillosa y devastadora novela, Bella
del Señor, de Albert Cohen, en la que asistimos al titánico esfuerzo de
mantener en las más altas cotas su amor, terrible, tan próxima. Un amor sub specie aeternitatis.
No sabemos qué será de ellos. Apuestan por el futuro,
apuestan y perderán. Pero, como dice un personaje de la novela Rayuela, de Julio Cortázar, la vida es “un
juego que se pierde al final pero que ha ido bello jugar” (1). El amor, creo,
es algo más que eso que decía Erich Fromm en su conocidísimo libro El arte de amar, un intento de salir del
sentimiento de separatidad. No
obstante, hay otra idea en el libro de Fromm que aparece sin duda en Blade Runner: “El amor es la preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo
que amamos. Cuando falta tal preocupación activa, no hay amor” (2). Hay
mucho de eso en su apuesta, en su huida. Deckard desobedece la última orden, no
retira al último replicante, sino que rompe las reglas porque hay un bien
mayor, para él y para ella, un bien prohibido. Huyen, seguramente con la espada
de Arturo entre sus cuerpos desnudos. Humanos, demasiado humanos.
(1) Julio Cortázar: Rayuela, ed. Seix Barral,
Barcelona, 1984, p. 475.
(2) Erich Fromm: El arte de amar, ed. Paidós, Barcelona, 1977, p. 39.
Sobre la relación del
test de Voight-Kampff con Turing:
Sobre la relación del
test de Voight-Kampff con Jung:
Luis García Montero
lee su poema:
https://www.facebook.com/InstitutoCervantesRoma/videos/1520906067972857/
Procedencia de las imágenes:
https://www.cinemascomics.com/deckard-rachael-blade-runner-2049/
http://www.sensacine.com/peliculas/pelicula-39179/
https://jesuserro.com/libros/arte-amar-erich-fromm/
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https://www.cinemascomics.com/deckard-rachael-blade-runner-2049/
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https://jesuserro.com/libros/arte-amar-erich-fromm/
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