Ayer pusieron en La 2 y vi
de nuevo Doce hombres sin piedad. No envejece. Leí en un comentario en Twitter que el cine es ver caminar a Henry
Fonda. Pues aquí camina poco, pero es cierto que es un actor de esos a los que,
como suele decirse, la cámara les quiere. Cuando ellos están (ni siquiera han
de hablar, solo estar) todo lo que hay alrededor se atenúa, casi desaparece.
Saben mirar, actuar no es hablar.
Decía ayer que hay al menos dos autores del programa oficial de 2º
de Bachillerato cuya explicación puede ilustrarse con esta película: Platón y
Kant. A ver si lo explico sin asustar al personal.
Por lo que se refiere a Platón, el sentido de su filosofía no es
otro que el de la búsqueda de la verdad, una búsqueda tenaz a la que el
filósofo ateniense dedicó su vida, frente a los sofistas, frente a la doxa. Al igual que Platón, Henry Fonda
abomina de la falsedad y de la apariencia de verdad, que es un modo enmascarado
del error. La verdad, o su aspiración, es para el autor de la República la obligación del filósofo.
Porque si la verdad es relativa, si todo vale, los sofistas tienen razón, y la verdad sería propiedad del
que mejor sabe expresarla, del que mejor provecho sacará retóricamente de ella.
Es decir, el muchacho que ha sido juzgado por el asesinato de su padre será
condenado a muerte porque todo parece
indicar que es culpable. Por eso, nunca está de más dedicar unos minutos a
contemplar esa heroica lucha y reflexionar sobre la hermosa metáfora que
representa Henry Fonda.
Recordemos una historia de la que ya hemos hablado: el mito de la
caverna. Platón nos habla de unos prisioneros encadenados que no pueden hacer
otra cosa que mirar al fondo de la caverna, en la que solo contemplan ecos y
sombras, que toman por la verdadera realidad. Es decir, confunden realidad y
apariencia de realidad. Un clásico de la filosofía. Proponía Platón que alguien
desatase a esos prisioneros y les hiciese ver la diferencia entre lo que ellos
ven (lo aparente) y lo que realmente hay (el ser, las esencias). De lo primero únicamente
puede haber opinión (doxa), de lo
segundo hay conocimiento genuino (episteme,),
certeza, ciencia. Pero salir de la caverna es largo y el camino es arduo.
Propone Platón que alguien les obligue (qué mal suena esto de obligar, pero a
todos nos parece un logro la enseñanza obligatoria:
no será tan tiránica la cosa) y que asciendan dificultosamente a la luz.
En la película ocurre lo mismo. Once personas están cómodamente
instaladas en sus creencias y opiniones. Juntitos, al calor del rebaño,
compartiendo prejuicios, conscientes de que su vecino de cadenas es como él y
eso de estar juntos los iguales reconforta hasta tal punto que los desiguales
se aprietan unos contra otros para parecer más iguales de lo que en realidad
son. La psicología social ha estudiado esto muy bien.
También en la asignatura de Psicología suelo hablaros de la
profecía autocumplida. Aquí vemos una de libro, que responde a esa dialéctica
apariencia/realidad. Dice Henry Fonda en un momento de la película esto: “He
visto tantas pruebas acusadoras que todo el mundo parece creer que va a ser condenado”. Subrayo parece creer. Nuevamente las creencias, las apariencias. Por eso en
derecho hay que ser tan formalista y garantista, para evitar esos pareceres,
esas creencias que no son más que prejuicios instalados, tatuajes
epistemológicos y morales de los que no es fácil desprenderse, sombras que
tomamos por luces. Siempre hay que desconfiar, ser críticos, no aceptar más que
aquello que está bien demostrado o, al menos, bien razonado.
Esos once ven las sombras, más bien los ecos, que no son otra cosa
que lo que los abogados han ido diciendo durante el juicio. No es la realidad,
a quién le importa la realidad (en todo caso, al juez). Abogados y fiscales
tienen su particular función. Un abogado, suele decirse, no sirve a la verdad,
sino a su cliente. En este sentido, serían aquellos que describe Platón en su
alegoría tras el muro, indicando a los prisioneros lo que hay que oír y ver,
sabiendo que no es la realidad entera, sino los fragmentos significativos para
su función, los ecos, lo que quieren que sepan. Y ya se sabe que una media
verdad no es exactamente la mitad de la verdad, sino un tipo de mentira. Que no
se enfade el gremio de abogados, cumplen casi todos muy bien con sus
obligaciones.
Pero hay uno que debe tener flojas las ligaduras y sospecha que
eso que quieren otros que vea puede que no sea la verdad, al menos no toda la
verdad. Es más, insiste en que no dice que el chico no sea culpable, sino que no está seguro. Dicho de otro modo,
acepta su condición falible. Tal vez sea la figura que Platón propone, un
Sócrates mayéutico que va sacando a la luz lo que estaba dentro, pero no veían.
Estupenda metáfora porque, en efecto, uno de los miembros del jurado tiene un
problema de visión, el mismo que una testigo que asegura haber visto lo que no
ha podido ver (bien). Este Sócrates/Henry Fonda lleva a sus compañeros de
jurado a contradicciones, a partir de las cuales hay que ascender al
conocimiento de la verdad. Puro Sócrates que ha cambiando su túnica por una
ligera chaqueta del siglo XX para disimular.
No obstante, hay una diferencia importante: Platón buscaba a
través de Sócrates la Verdad, las esencias o ideas. Número 8 no está nunca
seguro. Pero al menos renuncia al camino erróneo de las apariencias. Es decir,
sabe al menos que la apariencia no es la verdad, aunque nunca sepamos
exactamente lo que es la verdad. Dicho de otro modo, renunciamos al prejuicio,
a lo que Parménides llamaba el camino de los dormidos. Pero los tiempos
actuales son más modestos con el asunto de la verdad, si algo hemos aprendido
es a conformarnos con unas verdades siempre dispuestas a ser pulidas y
contrastadas, lo que no significa que todo valga.
En el símil de la caverna también hay implicaciones morales y
políticas. Quien asciende a la verdad debe posteriormente ocuparse de los
asuntos de la comunidad con esos conocimientos adquiridos. Utópico Platón… Sin
embargo, aunque la institución del jurado parezca democrática (lo puede ser
cualquiera), es preciso atenerse a algunas normas, no vale cualquier cosa. Al
menos en España, no sé cómo funciona en otros países. Recuerdo un caso en el
que el juez volvió a reunir al jurado porque no habían argumentado lo
suficiente su resolución. Dicho de otra manera, puede que la elección sea
democrática, pero no lo es la verdad. La lógica no es democrática y la
argumentación tiene reglas. No se discuten las leyes de la lógica. Eso lo sabe
Henry Fonda, al que enseguida catalogan de líder. Al igual que Sócrates, se
erige en una especie de regenerador, de donante de incertidumbres. Sus dudas son
genuinas. Son dudas que podríamos calificar de científicas: el que dice que
sabemos muy poco en comparación con lo que ignoramos, que podemos equivocarnos,
que no vemos las cosas claras, no puede ser un fundamentalista de nada.
Fiémonos de quienes no lo saben todo, de quienes se equivocan y lo reconocen.
Huyamos que quienes dicen saberlo todo, de quienes tienen todas las respuestas.
Esos están atados de tobillos, manos, cuello y cintura al fondo de la caverna y
tienen pies dentro de un cubo de hormigón. Estarán tan a gusto en su zona de
confort y reaccionarán violentamente ante las dudas. Han construido su vida con
débiles creencias que defienden con fiereza a falta de argumentos.
Pero la verdad es también, dice Platón y lo practica Henry Fonda
en esta película, un deber del ciudadano, del todo ser humano. Sin embargo,
parece que al comienzo sólo él es consciente. Por eso lo podemos considerar un héroe: porque va más allá de sus deberes legales. Cuando los demás callan y se
acomodan a sus ataduras, él habla muestra las contradicciones, los errores y
los prejuicios.
Y Kant, también Kant. No su teoría del conocimiento, sino su
filosofía práctica, siempre vigente e interesante. En un libro del que tendré
que hablar algún día, Lo que Sócrates
diría a Woody Allen, su autor, Juan Antonio Rivera, dice esto: “…el cine ha mostrado profusamente su
inclinación por posturas de deontologismo heroico, más que por otras de naturaleza
utilitarista. Las pantallas han sido visitadas mucho más a menudo por seres
humanos de celuloide que prefirieron actuar de acuerdo con su sentido del deber
(y desentendiéndose de cualquier cálculo de las consecuencias más convenientes)
aun si ello comprometía su propia vida o la de otros” (1).
Como ya hemos indicado, Kant proponía el deber, el respeto al deber, como guía de accións. Eso es lo que significa deontología: un tipo de filosofía moral, que insiste en que los debere (deón) han de ser la guía de la acción. No debemos hacer el mal, lo contrario al deber, pero tampoco hay que actuar conforme al deber buscando una recompensa o reconocimiento, sino proceder así porque es lo correcto, independientemente de las consecuencias. Por lo tanto, Número 8 es uno de esos kantianos, probablemente sin saberlo, como tantos que conocemos, que se la juegan por lo que es correcto, aun cuando eso les puede costar caro. Estoy pensando en los verdaderos héroes de la Historia, pero también en esas personas que nos rodean y que no ceden al camaleonismo, la ruindad, la maldad y el clientelismo. Esos también son kantianos.
El filósofo prusiano insistía en que en cuestiones morales hay que
evitar la heteronomía, es decir, dejarse llevar por las opiniones dominantes,
por el mal llamado sentido común, por
lo que todos creen que es lo bueno. Lo genuino del hombre libre es la
autonomía, el pensamiento propio. Esto es, el pensamiento. En esa pléyade de
santos cinematográficos kantianos ocupa Número 8 un lugar central. Pero también
Atticus Finch, al igual que el sheriff
de Solo ante el peligro… Tantos… Es
muy cinematográfico. Lo malo es que en la realidad se dan algo menos y la
apisonadora de la Historia se los suele llevar o arrinconar. Galileo, Bruno,
Servet, Darwin, Voltaire, Nietzsche, Walter Benjamin, Martin Luther King… Y,
como ya he dicho, todas las personas buenas de cuyo nombre ya nadie se acuerda
pero cuyo paso por el mundo es imprescindible.
Todos ellos han sido personas libres. Tan libres como ese Número
8, al que después se unió Número 9 y finalmente el resto. Seguramente, todos
estarían de acuerdo con esta maravillosa definición que dio Nietzsche del
hombre libre. Según él, es aquel “que piensa de otro modo de lo que podría
esperarse de su origen, de sus relaciones, de su situación y de su empleo o de
las opiniones reinantes en su tiempo” (2).
Pero ser libre no está al alcance de todos. O es muy costoso.
(1) Juan Antonio Rivera: Lo que
Sócrates diría a Woody Allen, ed. Espasa, Barcelona, 2004, p. 280.
(2) Friedrich Nietzsche: Humano,
demasiado humano, I, ed. Tecnos, Madrid, 2019, § 225.
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