El pianista. Quedamos ayer en no amargar la
existencia al personal con entradas demasiado largas. Pero es que solo con esta
película puedo tirarme unas cuantas horas.
No son pocos los que tienen una imagen en blanco y negro de
la película, aunque está rodada en color. Sin duda es por lo devastador del
tema, por las imágenes de los últimos minutos y también porque tenemos
impregnado en la retina que las películas de esa época son en blanco y negro.
Ya, pero no es de esa época, sino sobre esa época.
La
película es una transcripción bastante fiel del texto El pianista del gueto de Varsovia, cuyo autor es el músico Wladyslaw Szpilman. Ambos, libro y película, están en
el instituto (por nada…). De hecho, yo leí antes la novela en una de esas catas
a las que soy tan aficionado. Ya se había rodado la película, pero yo la vi
tras la lectura del libro. No me defraudó y recomiendo ambos encarecidamente.
No soy de los que repiten el mantra ese de que el libro es mejor siempre (otro
día trato el tema): el libro es extraordinario y la película también. He oído a
alguien decir que es tan realista que es como si estuvieras allí. Imagínense lo
que pudo sentir el autor que sí estuvo allí o el director de la película que
estuvo en otro gueto en Polonia, en Cracovia concretamente. Se apunta a veces
que la creación artística tiene mucho de catártico; no lo sé, en ambos casos
pienso que tuvo que ser muy doloroso para los dos, como tuvo que serlo para
Primo Levi, que comenzó la redacción de Si
esto es un hombre cuando las heridas de su reclusión aún estaban abiertas.
Conocemos la historia, que se parece a tantas otras: un
célebre pianista, intérprete de Chopin (cuya música, y también la de Szpilman,
escuchamos como banda sonora) es encerrado en el gueto de Varsovia con los
demás judíos. Tras algunas peripecias, puede escapar, se esconde en un piso en
el que debe permanecer en silencio para no ser descubierto. Pero en el piso hay
un piano, qué tentación.
El gran tema de esta historia, creo yo, es, como tantas
veces, la condición humana en tiempos extremos. Szpilman es una persona normal,
amante de la belleza, acomodado, con una familia y unas referencias culturales.
Como tanta gente. Pero cuando esa estabilidad se quiebra hay que sobrevivir y esos que eran los suyos
compiten ahora por el pan y la subsistencia en una terrible lucha por la
existencia. Y luego están los alemanes, ese pueblo en cuya tradición están Beethoven,
Schumann, Bach, Brahms…, un pueblo culto que sin duda conocía a Chopin y que
hubiera pagado por escuchar un concierto de Szpilman. Pero que, cuando llegó -hicieron
llegar- el nazismo, persiguió con saña genocida a todos esos simplemente por
ser judíos. O gitanos, testigos de Jehová, homosexuales, republicanos
españoles… Gente impura, indeseables.
Szpilman, interpretado magistralmente por Adrien Brody, ha conseguido huir. Está sucio, su barba ha crecido sin cuidado alguno, necesita un corte de pelo, su estado y su ropa presentan indudable aspecto de abandono. Se ha olvidado de asearse. Le han obligado al olvido de eso tan humano: el cuidado de sí. Estoy recordando mientras escribo esto que Primo Levi cuenta en Si esto es un hombre que todos los prisioneros se abandonaban, se deshumanizaban; todos salvo uno, que lava su camisa (aunque el agua está más sucia que la propia camisa) y no se abandona. Cuando le preguntan y se ríen de él responde que mientras se asee será una persona, un ser humano.
Szpilman, interpretado magistralmente por Adrien Brody, ha conseguido huir. Está sucio, su barba ha crecido sin cuidado alguno, necesita un corte de pelo, su estado y su ropa presentan indudable aspecto de abandono. Se ha olvidado de asearse. Le han obligado al olvido de eso tan humano: el cuidado de sí. Estoy recordando mientras escribo esto que Primo Levi cuenta en Si esto es un hombre que todos los prisioneros se abandonaban, se deshumanizaban; todos salvo uno, que lava su camisa (aunque el agua está más sucia que la propia camisa) y no se abandona. Cuando le preguntan y se ríen de él responde que mientras se asee será una persona, un ser humano.
Es difícil y complejo explicar la génesis del antisemitismo
en Alemania, desde luego es anterior al nazismo. Los judíos vivían allí,
algunos eran héroes condecorados por su participación en la Primera Guerra
Mundial. Por consiguiente, no era tanto una cuestión de xenofobia como de
racismo, aunque bien es cierto que en Polonia se daban ambos.
A Szpilman le vemos adelgazar y su ropa y su piel adquieren
el mismo todo macilento y grisáceo. Ha sucumbido y sólo el piano le mantiene
vivo, humano, en esa delgada línea que separa la civilización de la barbarie.
Pero también han sucumbido, de otro modo, esos alemanes, seducidos por el
totalitarismo: en una relación similar a la que estableció Hegel en su
dialéctica del amo y del esclavo (desigualmente alienados, pero ambos
alienados). Las grandes ideologías, las grandes religiones, tienen una ventaja,
que es justamente su peligro: tienen respuestas, tienen todas las respuestas;
es más, tienen respuestas absolutas. Por eso el fundamentalismo, el integrismo
en cualquiera de sus formas viene de esos que tienen todas las respuestas y
ninguna duda. Los momentos difíciles de la historia y los momentos difíciles de
la historia vital de cada uno son el caldo de cultivo perfecto para esos de la
verdad absoluta. A muchos les falta la mano tendida, la consideración al otro,
la posibilidad de compartir un mundo en el que somos necesariamente diversos.
La mayor parte de las personas tenemos muy pocas seguridades,
bastante ignorancia sobre casi todo y muchísimas dudas. Luego, como decía, habitan cerca los que están seguros de todo,
los que todo lo saben sobre todo, los que lo arreglarían todo si les dejasen,
eso dicen. Hoy los llamamos, entre chanzas, cuñaos.
Hace no mucho eran los que poblaban la barra del bar y hoy se han trasladado
gran parte de ellos a las redes sociales. Hemos de tener cuidado con ellos:
solamente si uno reconoce al otro como interlocutor, es posible el respeto. Si
uno tiene La Verdad (así, con mayúsculas), mientras que los demás -pobrecitos-
solo tenemos opinión, mal vamos. Recuerdo que, poco antes de morir, al filosofo
Karl R. Popper le fue concedido un doctorado honoris causa por una universidad
española. Dio una entrevista en la que decía que en un acto dialógico pueden
ocurrir tres cosas: que tú estés equivocado, que lo esté yo y que lo estemos
ambos. Brillante.
Pero no relativista. No deduzcamos eso. Como dije otro día,
el relativismo sostiene que todo es equivalente, por lo que un nazi torturador sería
tan respetable como un judío torturado. No es así, claro. Por eso, toda
democracia se enfrenta al dilema de si hay que tolerar a los intolerantes.
Naturalmente, la respuesta es no, del mismo modo que no ponemos a los lobos a
pastorear a los corderos o a fanáticos armados a discutir civilizadamente con indefensos disidentes. No obstante, reconozco
que el límite es difícil de delimitar. En España hemos visto como durante
lustros un partido proetarra aplaudía, callaba o miraba para otro lado cuando
los asesinos liquidaban a alguien, incluso proporcionándoles asistencia
letrada. Muy doloroso para mucha gente y nada fácil de solucionar. Es,
parafraseando el título de otra gran película, la delgada línea roja de las
democracias.
Concluyendo pues, el tema de El pianista se desgrana en eternas preguntas de la filosofía moral
y política: ¿qué es la humanidad, lo humano?, ¿por qué debemos respetar al
otro?, ¿es la alteridad un límite que tenemos que reforzar o más bien abolir?
Es decir, ¿hay que crear muros o por el contrario bregar políticamente para
derribarlos, para que nunca sean necesarios? Ingenuo, desde luego necesario.
No olvidemos que cada vez que vemos en el telediario una
atrocidad (y nos sirven varias cada día) decimos eso de que la conducta de esas
personas no es humana. Error: es muy humana: la crueldad, la tortura, la
injusticia, la indignidad, el hambre, la persecución, la ignorancia, la
miseria, la falta de oportunidades… Todo eso es muy humano, lo hacemos los
humanos cada día. Pero no está bien, “humano” y “justo” no son sinónimos. Los
seres humanos hacemos cosas de gran mérito moral y otras detestables,
horribles, inconcebibles. Lo vemos en los ojos de los que persiguen a Szpilman,
al que a través del filtro prejuzgador nazi consideran una rata o una
cucaracha. Pero también en la conducta del alemán que no solo no lo delata,
sino que le ayuda. Ese alemán que tuvo dudas, pero la duda es enemiga del
fanatismo, del que lo ve todo claro, absolutamente claro, sin fisuras.
Por eso se dice a veces que la filosofía sirve para abrir
grietas en las creencias, para poner en duda las falsas seguridades, para
obligarnos a reexaminar nuestros prejuicios. Cuando entra el logos, la razón,
ya no debemos admitir otra cosa. Dar y pedir razones, eso decía Platón.
Hice una ficha de trabajo en este blog. Algunos visteis la película y vuestros trabajos fueron estupendos. Se incluye un enlace a música de Chopin interpretada por el propio Wladyslaw Szpilman:
Procedencia de las imágenes:
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