miércoles, 24 de junio de 2020

Diario de un profesor peliculero (16): del respeto al diferente, de la piedad

No quisiera ser muy pesado con Matar a un ruiseñor. Corro el peligro de que dejen de leer los pocos que se acercan por aquí. Bueno, asumo el riesgo. Sobre todo porque hay tanto que comentar que me resulta imposible dejarlo, así que, como esto es voluntario y gozoso, sigamos con ello.

El pecado de matar a un ruiseñor - YouTubeHay otra escena, y seguimos con la familia Cunningham, que merece unos minutos, por el significado humanista y pedagógico que tiene. Estamos a la salida del primer día de colegio. Scout es una niña  de modales asilvestrados. De buen corazón, pero ruda  en las formas. Parte de lo más interesante de la película -ya lo he dicho- es el proceso de educación que tendrán Scout y Jem. Ahora que tan de moda está lo de la inteligencia emocional, creo que tenemos mucho más que aprender en esta película que en el extendidísimo ensayo Inteligencia emocional, de Daniel Goleman. Esta es la secuencia:


Scout se ha peleado con Walter, el hijo del señor Cunningham, con el que estuvimos ayer. Jem, que parece haber hecho un curso de mediación avant la lettre, lo invita a comer en la casa familiar, está impecable en su papel de hermano mayor. La escena es un prodigio de miradas entre los dos hermanos y el padre, con Walter explicando que sólo come carne cuando cazan algún conejo: dos clases sociales sentadas a la mesa, explicitando que la pertenencia a una o a otra no es una cuestión simbólica sino de pura supervivencia, de alimentos. La conversación se encamina hacia el momento de mayor incomodidad, cuando el invitado solicita mermelada para echar a la carne. Scout (a la que aún no han hablado de control de impulsos) se burla cruelmente de él. Si no estamos atentos, se nos escapa la mano de su padre llamándola al orden con golpecitos discretos -pero obvios para ella- en la mesa. Scout no se siente aludida y prosigue su escarnio. El plano siguiente es asombroso: Calpurnia riñe en la cocina a Scout. Calpurnia, la criada negra. Conviene no olvidar que es precisamente la criada negra la que pone a Scout en su sitio. Y tampoco hay que estar distraído cuando habla: Walter es nuestro invitado, y si se quiere comer el mantel, tú no tienes que decir nada. La niña aún tiene mucho que aprender, la dignidad no consiste en comer carne ni en tener un padre abogado; tampoco se pierde por echarle mermelada al asado: la dignidad es una cualidad de humanos, que nos reconocemos como iguales precisamente por eso, porque somos humanos, cuidamos unos de otros en nuestra desigualdad social que hay que parchear porque lo importante es esa igualdad moral. Tenemos esa lección en la mirada de Atticus, en sus golpecitos, en la bronca de Calpurnia. Toda una enseñanza sobre la necesidad de igualar con el trato las desigualdades que la lotería social ha esparcido por el mundo.

Scout es una niña de buen corazón, un tanto salvaje, con su estado de naturaleza a flor de piel. A mí me recuerda a esos niños más o menos idealizados de los que hablaba Rousseau. Sin embargo, como Rousseau explicaba, ese estado de naturaleza idealizado se pierde cuando llega el contrato social y la sociedad impone sus peajes: propiedad privada, convenciones, creencias. En el caso de esta película, es la llegada a la escuela y lo que dicen y hacen los iguales, esto es, los otros niños, lo que contamina a Scout. La desigualdad no es natural, pero acaba pareciendo natural por la fuerza de las costumbres y las convenciones.

Propuesta pedagógica de Rousseau (II) - Debate PluralNo obstante, y si seguimos con Rousseau, Scout sigue siendo ese ser primigenio, no contaminado del todo, que aún conserva la piedad natural de la que hablaba el ginebrino. Lo vamos a ver en la relación que tienen los hermanos, pero especialmente ella con Boo Radley.

Una curiosidad de la película es que el papel fue interpretado por un joven Robert Duvall que hacía su debut en el cine. Robert Duvall tiene ahora casi 90 años, varias nominaciones a los Oscar y una estatuilla… Pero en esta película tiene unos minutos, muy pocos, al final y sin texto. Pero no se olvida su presencia, su mirada. Compone una interpretación que no se olvida. Y eso que su presencia a lo largo de la película es constante: se habla de él, se le teme… Pero no está, no sabemos ni siquiera si es fruto de la imaginación de la gente.

Boo es el mal, un mal temido y supuesto, creído por todos sin conocimiento empírico. Pero Boo es realmente el bien, la inocencia, la niñez detenida, la pureza de esos sentimientos no contaminados (otra vez la piedad natural rousseauniana).

Cada vez que veo la película me vienen a la cabeza un texto de Savater y otra película (Remando al viento, Gonzalo Suárez, 1988). En ambas aparece Frankenstein, y en ambas creo que hay una idea común: Frankenstein mata porque no es querido. En el texto de Savater (1) se dice explícitamente: “la criatura hecha de remiendos de cadáveres hace esta confesión a su ya arrepentido inventor: ‘Soy malo porque soy desgraciado’. Tengo la impresión de que la mayoría de los supuestos ‘malos’ que corren por el mundo podrían decir lo mismo (…). Si se comportan de manera hostil y despiadada con sus semejantes es porque sienten miedo, o soledad (…). O porque padecen la mayor desgracia de todas, la de verse tratados por la mayoría sin amor ni respeto”. Tradicionalmente, el malo ha sido el monstruo, y el monstruo simbolizaba al distinto, al enfermo, al loco, al deforme. No es necesario insistir mucho en la proximidad con estas otras maravillas del cine de monstruos que padecen soledad: El hombre elefante (David Lynch, 1980) y Freaks. La parada de los monstruos (Tod Browning,  1932).

Boo es mentalmente un niño, pero eso no lo vamos a saber hasta el final de la película. En estos primeros minutos solo vemos el rechazo/temor de los tres chicos frente al monstruo, del que se cuentan toda clase de leyendas y exageraciones. Atticus vuelve a explicar a sus hijos: han de dejarlo en paz, a él y a su familia, que lo esconde durante el día y se avergüenza de esa desgracia. Boo, al contrario que Frankenstein, no hace daño, es el ruiseñor, pero en esos niños que están empezando a dejar de serlo es aún la figura que designa el mal, un antagonista maléfico -por desconocido y por lo tanto imaginado-. Frankenstein volverá al final, transmutado en ángel salvador, en héroe.

Los últimos minutos de la película (spoiler) son, al mismo tiempo, el final y una nueva lección moral. Tras el juicio y la condena, la historia se prolonga para ahondar en el tema de la amistad. Los niños han sido atacados cuando volvían por el bosque a casa; alguien ha querido matarlos y de las sombras ha surgido su ángel de la guardia, que los salva y mata al agresor. Lleva a Jem a casa, que está herido. Vemos a Atticus más nervioso que nunca, abandonando las formalidades jurídicas por las urgencias del miedo y la fragilidad. Se pregunta quién trajo a su hijo allí. Scout lo señala y aparece por primera vez Boo Radley, un personaje que no necesita ni hablar ni ocupar la pantalla durante muchos minutos para que nos transmita lo que el director quiere: verdad, honradez, amistad.

Boo, lo vemos ahora, es una persona con retraso mental, más aún que Mayella, pero en sus ojos no ha habitado nunca la maldad y sí la soledad. Al contrario que los grandes monstruos de la literatura y el cine, Boo ha ido dejando regalos a los niños, sus pares, a lo largo de la película. Es el ruiseñor, alguien en el que la maldad no es posible, ni siquiera concebible. Sabemos en esos minutos finales que Scout le reconoce como su igual, y también que Jem ya se está separando de ellos por los años (mentales, cronológicos) que irá cumpliendo. Scout le toma de la mano, le habla con cariño, con agradecimiento, sin temor.

Matar a un ruiseñor (To Kill a mockingbird, 1962) - El blog de ...
Atticus se da cuenta de todo: le da las gracias, se dirige a él llamándole ’señor’ y deja que disfrute de una amistad que lleva todos estos años sintiendo y anhelando en la distancia -tanta como habitar al otro lado de la calle, a infinita distancia de Scout y de Jem-, con un padre que no entiende, que teme y se avergüenza, que ciega con cemento el escondite en el que les dejaba sus regalos. Pero no hay amistad menos peligrosa, más pura, más bondadosa. Ya no es el loco Boo, el monstruo Boo: es el señor Boo Radley.
  
Otra vez el nombre completo, como Tom Robinson. 



Enlace a la película Freaks, la parada de los monstruos:
(1) Ética para Amador, Ariel, 1991, página 133.



Procedencia de las imágenes: 

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