Colaboro de vez en cuando con una revista de cine y educación llamada Making of. En el año 2015, concretamente en el número 116-117, apareció un artículo del que soy autor titulado “Ocho lecciones morales en Matar a un ruiseñor”. Justo es decir que lo que va a continuación utiliza en buena parte lo que escribí allí. Comencemos.
Me podría tirar días enteros hablando de ella. No recuerdo la
primera vez que la vi y tampoco puedo precisar las veces que lo he hecho. La
utilizaba en 1º de Bachillerato, a final de curso, para ilustrar los temas de
ética. En el curso 2014-2015 estaba dando clase en el IES Castilla de
Guadalajara y pensé que tal vez funcionase también con 4º de la ESO, en la
asignatura de Ética, ahora extinta. No sólo funcionó, es que fue un éxito, una
vez vencidas las resistencias que siempre hay frente al cine antiguo y en blanco y negro. Es más, a
algunos grupos bilingües les hice ver la versión subtitulada. Oye, a los cinco minutos se les olvida protestar.
La película, como todo el mundo sabe, cuenta un caso concreto
que tiene extrapolación universal. Un joven negro es acusado de haber abusado
sexualmente de una joven con problemas mentales. Lo va a defender Atticus
Finch, un abogado viudo padre de una niña y un preadolescente. Y lo hará frente
a la oposición de una sociedad empobrecida (está ambientada en los años
siguientes al crack del 29) e inequívocamente racista. Ese es el argumento de
la película. Pero los temas son de mayor calado: ¿somos iguales ante la ley?,
¿qué función y legitimidad tiene un jurado?, ¿es lo mismo la justicia legal que
la justicia moral?, ¿es lo mismo la legalidad que la legitimidad?, ¿qué
protección merecen las personas con algún tipo de minusvalía mental?, ¿por qué
actuamos de distinta manera individualmente que en grupo (en manada)?, ¿educar
es dejar hacer?, ¿un abogado se debe a la verdad y a la justicia o a su
cliente?, ¿cuáles son los límites de la fuerza por parte de la policía?, ¿qué
castigo merecen los abusos sexuales con la circunstancia de ser
intrafamiliares?
La película, como digo y se desprende de esa compleja, múltiple
y tremebunda temática, no es fácil. Pero la realización del director, sin
hurtar la gravedad de los temas, no es morbosa ni maniquea, hay un equilibrio
en la filmación que muestra sin ser equidistante, pero que engrandece las
acciones de aquellas personas nobles y virtuosas.
Ayer me detuve en una escena muy especial, que hablaba de la
educación. Muy indicada, menos de dos minutos, para todos aquellos que nos
dedicamos profesionalmente a la docencia, pero sobre todo para los que tienen
hijos a cargo. Educar a un hijo es muy difícil, no es un peluche comprado en
los grandes almacenes para enseñar a las visitas. Tampoco es un ser de luz al
que hay que sobreproteger, porque la desprotección de un menor es un horror
incomprensible, pero la sobreprotección es un camino equivocado que conduce a
personas incapaces de tolerar la frustración, es decir, que van a “solucionar”
los problemas por la vía de la violencia o de la depresión. Muy complejo. Por
eso –es opinión- la educación más que una ciencia es un arte y hay que combinar
cariño, tiempo, disciplina, atención, límites, libertad creciente… Vamos, nada
que no sepamos los que hemos tenido que criar niños.
Eso fue ayer, en la escena en la que Scout es ¿reprendida? Por
su padre. No dije que Scout representa a la autora del libro y que Atticus no
es otro que su padre, abogado en el pueblo en el que vivió de pequeña.
Seguramente Harper Lee vivió alguna situación similar a la
que vemos cuando arranca la película con un campesino que viene a ver a su
padre para pagar sus servicios jurídicos. En realidad, el señor Cunningham no
puede pagarle, la pobreza está adherida a su ropa y a su mirada, que apenas
levanta. Scout lo lleva a ver a su padre y Atticus imparte entonces la primera
lección moral de la película. Por un lado, obsequia al productor con unas
alabanzas que suenan sinceras sobre sus productos (pronto hará algo parecido
con las flores de su gruñona vecina). Cuando el señor Cunningham se ha ido,
indica a su hija que, si vuelve otra vez, no le conduzca a su presencia.
Podríamos pensar que el abogado es uno de esos altivos leguleyos, pero no:
Atticus ha percibido que a Cunningham le incomoda no poder abonar una minuta
como los demás clientes y no tener más remedio que rebajarse a pagar en especie. Atticus se muestra muy agradecido.
Es un mensaje para su cliente, pero también para su hija, otra vez el tema de
la educación, de la educación en valores, diríamos hoy. El padre viudo no
renuncia a explicar, puede que no muy sistemáticamente, aunque sí con
autenticidad, todo lo que la vida va poniendo a sus hijos delante. Aquí vemos
una educación por el ejemplo: todos tienen derecho a un abogado, y esa persona,
ese cliente, diría a su hija, nos da el fruto de su trabajo, algo conseguido
honradamente con las manos. Algo, parece decirle a Scout, de lo que hay que
enorgullecerse y nunca avergonzarse. Si hay pobres, la culpa no es de ellos y
el abogado ha de colaborar ofreciendo lo que sabe a cambio de lo que el
campesino produce. Es un trato justo, quid pro quo, no una
dádiva que humille al que la recibe, en absoluto: el trabajador ha de sentirse
digno con su esfuerzo honesto, la desigualdad en las rentas no debe significar, bajo ningún concepto, desigual trato o desigual dignidad.
No vamos a volver a ver al señor Cunningham hasta bien
avanzada la película. Tom Robinson está en la cárcel del pueblo, va a ser
juzgado al día siguiente. Vamos a prescindir del detalle sospechoso de que no
haya vigilancia en la puerta de la prisión. Atticus es informado de que un
grupo de alborotadores (trasunto indudable del Ku Klux Klan) pretenden asaltar
la cárcel y linchar al sospechoso, por lo que el abogado se instala en la
puerta con una lámpara y un libro, magníficas
armas frente a una masa iracunda. Efectivamente, llegan en sus coches y
comienza una escena que, contada, es poco creíble, pero que está filmada con
maestría. Ellos son muchos, están dominados por el odio, por un odio
prejuzgador, nada reflexivo, que encuentra su justificación en el mismo odio
del que está al lado, retroalimentándose a falta de otra razón, esto es, a
falta de cualquier razón. Estamos ante lo que, parafraseando a Ortega y Gasset,
sería “la rebelión de las masas”, esa turba amorfa con leyes que ha estudiado
con detenimiento la psicología social, esa informe amalgama en la que el
pensamiento individual, la disensión y la opinión propia están vedadas. Esta es
la secuencia:
La escena se tensa, Atticus no va a ceder, ellos tampoco; y
son más. Pero llegan los niños y por una vez vemos al abogado perder unos
segundos la calma cuando uno de los potenciales linchadores coge a su hija que,
finalmente logra desasirse. La inocencia de la niña es la que desarma a los
hombres, al dirigirse a uno, precisamente a uno de ellos, a Cunningham,
mencionando a su hijo, no a cualquier hijo, sino al suyo, su compañero de aula,
no uno más en el aula, sino Walter.
Todos sabemos que el mejor modo de matar sin remordimientos
es la despersonalización, la cosificación. Robinson no es Tom Robinson, sino un negro. Scout razona igual, pero en
dirección opuesta: ellos no son los otros,
sino el señor Cunningham, el padre de Walter, su compañero de clase. La
individuación, la personalización, es el mejor modo de que los valores morales
tengan sujeto de atribución: no es sólo un ser humano, es también, sobre todo,
un nombre, incluso un nombre de pila. Scout ni siquiera es consciente del poder
de convicción de las palabras: su discurso es de un candor sorprendente: ni
siquiera ha percibido que es una maestra en el manejo verbal de las masas;
podría ser una excelente líder, dominadora del marketing de las relaciones
humanas, pero es una niña, su mundo es el de la inocencia sin trampas, el del
mejor Rousseau. Se trata de una bondad natural. El círculo se cierra en los
últimos minutos de la película, cuando toma de la mano a esa otra bondad
natural: Boo Radley. Pero eso lo dejamos para otro día. También quiero hablar
de la magnífica escena de la comida con Walter, el hijo de ese linchador
desarmado por una niña que ha encontrado un resquicio emocional para que el
adulto deponga las armas y ceda. Porque las emociones son muy poderosas. Por
eso son peligrosas. Ahora está muy de moda la educación emocional y yo estoy de
acuerdo en ello siempre y cuando se precise lo que se quiere decir, porque
emociones hay muchas: la empatía es una de ellas, pero el odio también lo es;
la pasión amorosa es una emoción maravillosa, pero la furia incontrolable
también lo es. Así que cuidado con ellas, que al fin y al cabo tenemos en su
significado y etimología la clave.
“Una emoción es un movimiento del alma o del ánimo, algo que nos sacude o nos
‘con-mueve’. La palabra aparece registrada en español desde el siglo XVII,
cuando llegó del francés émouvoir, que denotaba ‘emocionarse’ o ‘conmoverse’,
pero en realidad, su uso no se generalizó hasta el siglo XIX. El verbo francés
provenía del latín emovere -formado por ex ‘hacia fuera’ y movere-, que
significaba ‘remover’, ‘sacar de un lugar’, ‘retirar’, pero también ‘sacudir’,
como suele hacer la emoción con nuestro ánimo” (1). Y el Diccionario de la lengua española de la
RAE la define así: “Alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta
conmoción somática”.
O sea, un movimiento intenso, pasajero, una sacudida del ánimo. Puede ser
agradable, pero también penosa. Cuidado, precaución.
Gregory Peck recuerda la
película en una entrevista:
P
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