Cuando anoche me acosté estaba aún dando vueltas a la
cantidad de películas que hay sobre la Segunda Guerra Mundial y, desde luego,
películas que han narrado el Holocausto judío. El judaísmo tiene siempre
presente la memoria y buena parte de los judíos del mundo viven en Estados
Unidos, donde controlan muchos estudios cinematográficos. Hablamos de la Shoah,
el holocausto judío, porque ni es el primero ni el único. Sin embargo, es el
que más nos han contado, del que más sabemos.
Muchos bienpensantes consideran que lo más democrático es dar
todos los puntos de vista, decir que todo es relativo y que la virtud es la
equidistancia. Bueno, maticemos. En algunos casos, no en todos. Cuando un nazi
dice que hay que matar a los seres inferiores y estos reclaman su humanidad, no estamos ante dos opiniones respetables: lo segundo es respetable y lo
primero no lo es. Ese término medio, del que habló Aristóteles hace más de dos
milenios no es aplicable a todo: la virtud está en el término medio, salvo
cuando hablamos de crímenes, abusos, esto es, cuando estamos ante lo que hoy
llamamos Derechos Humanos o su vulneración, ahí no hay término medio ni
equidistancia que valga. El virtuoso término medio entre la tortura y la
libertad no es “torturar pero poco”; no, la virtud es no torturar, no hay
término medio.
En este sentido, las películas sobre el holocausto judío han
colaborado a mantener viva la llama de la causa y, por extensión, la llama de
la causa de los Derechos Humanos y de la dignidad. Creo que cuando hablamos de
esto en clase –y recuerdo perfectamente el día que dedicamos a la liberación de
Auschwitz- lo dejo muy claro: no hay holocaustos de primera y de segunda, no
hay buenos gaseados y malos gaseados: los Derechos Humanos deben alcanzar a la
humanidad. De hecho eso de “humanidad” es algo más que un número de habitantes
del planeta: es una idea moral que incluye la dignidad. Os recuerdo que la
Declaración de Derechos Humanos se abrevia así: DUDH. La “u” significa “universal”,
se olvida a menudo.
Respecto a las películas, bien es cierto que algunas son
francamente lamentables y esquemáticas, planas. Pero en otras hay verdaderas obras
maestras. Una de las que no es precisamente una obra cumbre: El niño con el pijama de rayas (Mark
Herman, 2008), un aproximación a este tema desde el punto de vista de dos
niños, el hijo del jefe del campo y otro niño, este prisionero judío. El mensaje
que intenta transmitir es que no hay racismo entre los niños, que es aprendido,
que el odio y el resentimiento se pueden desarrollar sin base, inventar cuando
hay que buscar culpables y es muy tranquilizador encontrarlos a mano. Sin
embargo, su esquematismo y la cantidad de situaciones inverosímiles, casi de
juego, no la hacen precisamente una película recomendable. Suele utilizarse
para introducir a los más pequeños en el tema. Buena intención, pero corremos
el peligro de que crean que era eso,
que era así. Y no.
Vamos con algunas que sí creo recomendables. Obviamente, no
para todas las edades; del mismo modo que no enseñamos integrales en 1º de la
ESO, tampoco hay que decir que todo se puede ver a cualquier edad. No es una
cuestión de censura, sino de adecuación. De hecho, soy de la opinión de que no
debemos ahorrar determinada información a nuestros estudiantes, la
sobreprotección es mala y crea ignorantes blanditos, personas que son incapaces
de hacer frente a la frustración y que desconocen lo que es el verdadero
sufrimiento.
Hay muchísimas. Sólo enunciaré y comentaré unas cuantas.
Es poco conocida La
zona gris (Tim Blake Nelson, 2001). Cuenta la historia de una respuesta en
forma de levantamiento de los judíos encargados de los hornos crematorios. Es
una película densa, difícil, terrible. Ahonda en lo que decíamos en un post
anterior: la culpa, que es también un concepto judeocristiano de gran recorrido
en occidente.
La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993) es -a mi juicio- una de las mejores. El director ya tenía una trayectoria como maestro del cine de entretenimiento (ET, Indiana Jones…), pero aquí demostró que su talento era capaz de abordar un tema mayor y doloroso en una película magistral. Elige el blanco y negro, creo que para dar mayor dramatismo a la narración, pero también para que tenga cierto aire de documental y que no parezca una ficción. Que no lo fue; al parecer, la película está basada en un libro de Thomas Keneally que a su vez cuenta la historia y evolución de Oskar Schindler, un empresario alemán que aprovecha la coyuntura para hacerse con obreros-esclavos. Poco a poco va tomando conciencia de que primero está la condición inalienable de ser humano y después va la nacionalidad, las creencias o la raza. Asistimos a la transformación de Schindler, alguien que acaba siendo un hombre bueno, pero apenas una gota en un océano de maldad y exterminio. Una gota, desde luego, pero ¿qué hubiera sucedido con muchas otras gotas? Oskar Schindler es uno de esos hombres a los que se ha distinguido con el título de “Justo entre las naciones”. Por cierto, un español, Ángel Sanz Briz, también posee esa distinción honorífica sin que por aquí lo sepa mucha gente ni se haya hecho ninguna película destacable. Apenas una serie, El ángel de Budapest (Luis Oliveros, 2011).
Me impresionan muchas escenas de la película. Sin duda, la
niña del abrigo rojo, una concesión al color, con sus espaciadas apariciones y
la última escena en la que aparece. Me asalta otra en la que el cruel jefe del
campo juega con su hijo a disparar sobre los hijos muy pequeños de los
prisioneros, eficaz lección de que
hay razas inferiores, a las que matar no es un crimen sino un favor a la
humanidad. Eso lleva el nombre de adoctrinamiento y muestra, entre otras cosas,
que la educación y los valores que pueden transmitir los padres a los hijos,
tienen límites infranqueables: no está bien que los padres enseñen a sus hijos
a matar y a odiar. Creo que el punto de inflexión de la película está en el
momento en el que Schindler corre a la estación para salvar a su contable, un
trabajador esencial… Un ser humano. En ese momento ha traspasado la línea y ha
dejado atrás al mezquino empresario, ha iniciado el camino de la dignidad. Esta
escena culmina al final de la película, cuando vuelve el color y (¡spoiler!)
vemos que una serie de ancianos se acercan despacio a la tumba de alguien y
depositan una piedra sobre ella. Son los supervivientes que honran de esta
manera al que fue su salvador.
Esta película me lleva necesariamente a otra, también rodada
por un judío, Roman Polanski, superviviente por cierto del gueto de Cracovia y cuyos
padres estuvieron presos: el padre en Mauthausen y la madre en Auschwitz, donde
falleció. Hablamos de El pianista,
rodada en 2002. Será mañana.
Procedencia de las imágenes:
http://www.sensacine.com/peliculas/pelicula-9393/fotos/detalle/?cmediafile=21594104
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