Ayer le di una vuelta a algunas películas sobre la guerra
civil española. Fue una situación extrema, un momento para que la condición
humana se exprese en su diversidad: lo mejor y lo peor sale de cada uno en esos
casos. Es la metáfora que supo narrar Robert Louis Stevenson en su libro El extraño
caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Como especie, abunda Hyde; afortunadamente
también hay muchos Jekyll. Es más, ¿quién no es ambos, según situaciones, según
tensen la cuerda vital? Eso es lo que ocurre cuando se extrema la convivencia y
adviene ese fracaso colectivo de la sociedad que es una guerra, aún más una
guerra civil.
De todas las películas que se han hecho y que yo haya visto,
me gusta especialmente Las bicicletas son
para el verano (Jaime Chávarri,
1984), que recrea una obra dramática escrita por Fernando Fernán-Gómez y
estrenada en el Teatro Español de Madrid dos años antes. Del elenco original
pasó a la película el excelente actor Agustín González, que interpreta al
padre.
Los protagonistas son dos fundamentalmente: el padre (Agustín
González) y el hijo (un jovencísimo Gabino Diego). El título hace referencia a
una petición que un adolescente hace a su padre para poder pasear con una chica
que le gusta. Las bicicletas son promesa de libertad, primeros amores, algo de
distancia de la vida corriente. El desgarbado muchacho aún no ha crecido del
todo, juega con sus amigos a la guerra en las calles y descampados de Madrid.
Pero la guerra de verdad llega. Y el hambre. Y las grandezas y miserias que
toda familia puede aún contar. Al final de la película, vuelven a encontrarse
el padre y el hijo. El hijo recuerda que hace tres años jugaba con sus amigos a
la guerra, que quería una bicicleta para salir con una chica. El padre, un
maravilloso Agustín González en su mejor papel, le mira y le comunica que las
cosas van a cambiar, que probablemente lo van a detener y que el hijo que luce un incipiente bigote,
más una sombra, ya no es un niño. El hijo no lo entiende aún, no sabe lo
miserables que son los vencedores en cualquier guerra; no les basta con vencer;
como no pueden convencer -Unamuno, claro-, han de someter y humillar al
vencido, eliminarlo civilmente, cuando no físicamente.
En su ingenuidad, el hijo le pregunta por qué, eso no puede
ser, no has hecho nada, no has matado a nadie. Qué poco sabe el joven de la
condición humana, de guerras y posguerras: basta con significarse, con no
agachar la cabeza, con no mostrar lealtad inquebrantable. Basta con un nimio incidente
con un vecino leal a los vencedores. Todos sabemos hoy lo que ocurrió. Aunque
las cifras son aún discutidas por historiadores, se calcula que hubo medio
millón de muertos durante la guerra, alrededor, de 450.000 exiliados, 50.000
ejecutados tras la contienda y 120.000 muertos por hambre y enfermedad en la
inmediata posguerra. Además, según la asociación Jueces para la Democracia, en
España aún hay más de 114.000 desaparecidos, el segundo país del mundo (tras
Camboya).
Ahora entendemos bien esa frase lapidaria que pronuncia el
padre (al final está el enlace) con asombrosa serenidad. Luis, el hijo, le dice
al padre: “mamá que estaba tan contenta porque ha llegado la paz” y obtiene
esta respuesta: “Es que no ha llegado la paz, Luis, ha llegado la victoria”. En
qué pocas palabras es posible concentrar un dictamen tan certero. Naturalmente,
no sólo vale para nuestra Guerra Civil, sino para cualquier guerra: siempre
llega la victoria y los que ganan se convierten en los buenos, escriben la historia, hacen las leyes a su medida y
trazan una línea que los otros, los malos
no pueden cruzar. La generosidad -como vemos en los ojos del padre- nunca ha sido
una cualidad del vencedor de la guerra. Siempre se dice que la Historia la
escriben los que ganan: la imponen, en todos lados y en todo tiempo, con
poquísimas excepciones, la generosidad no es una cualidad que fertilice en
situaciones bélicas.
“Sabe Dios cuándo habrá otro verano”, acaba diciendo Agustín
González, que no ha cesado de parpadear para retener las lágrimas. Sabe Dios
cuando algún hijo pedirá una bicicleta a su padre para salir con una chica sin
mayores preocupaciones que ésa, cuántos años tendrán que pasar para que España
sea un país en que los hijos pidan bicicletas a sus padres y no tengan que asumir
una edad que aún no tienen porque al padre se lo llevan preso o para siempre o
han de marcharse demasiado lejos, a vivir en un idioma extraño.
Muchos más temas de índole filosófica podrían asomarse aquí:
la justicia de las guerras, el derecho de los estados a disponer de soldados,
la legitimidad de los golpes de estado, los héroes, los traidores, el concepto
de patria, los límites de los derechos, la posibilidad de usar o no ciertas
armas…
El hombre, decía Rousseau/Jekyll, es bueno por naturaleza, es
la sociedad la que lo hace malvado y egoísta. El hombre, decía Hobbes/Hyde es
un lobo para el hombre, necesitamos gobernantes fuertes que sujeten a esos
individuos violentos en sociedades seguras, porque la seguridad es prioritaria
sobre la libertad. ¿Quién tiene razón en esta polémica que he resumido y casi
caricaturizado? Seguramente ambos, aunque cuando vemos cualquier telediario
imaginamos a Hobbes asintiendo con la cabeza y repitiendo eso de “ya lo decía
yo”.
Enlace a una secuencia de la película:
Procedencia de las imágenes:
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