No tenía previsto hablar hoy de las
películas de Unamuno, pero ayer vi de nuevo una de ellas. Aclaremos. En 2019 se
estrenó Mientras dure la guerra,
dirigida por Alejandro Amenábar, una magnífica recreación de los últimos meses
de la Guerra Civil en Salamanca, con alguna que otra licencia, desde la
vivencia del escritor y rector de su universidad Miguel de Unamuno. Pero hay
otra, muy estimable y nada conocida, estrenada en 2015 y dirigida por el
debutante Manuel Menchón, La isla del
viento, que cuenta su estancia en la isla de Fuerteventura en la que fue
desterrado en 1924 (de febrero a julio) por el dictador Primo de Rivera por las críticas de Unamuno en la prensa hacia él y hacia el rey Alfonso XIII.
La primera es una superproducción,
rodada con grandes medios y con una enorme campaña de marketing. Naturalmente,
es una estupenda película a cargo de uno de los grandes directores que hay en
España y que tiene un elenco actoral que impresiona, desde el intenso e íntimo
Unamuno (Karra Elejalde) hasta el histriónico Millán Astray (Eduard Fernández).
Sin embargo, el Unamuno de la otra, una producción modesta, es el sensacional
José Luis Gómez, excelente actor que se prodiga poco en el cine aunque mucho en
el teatro.
Vi este curso la primera de ellas, la
recomendé encarecidamente a todos los alumnos. Qué poco éxito. Os aseguro,
estudiantes, que me desasosiega hasta rozar la depresión ese desdén que tenéis
casi todos por este cine. Porque, además, cuando os atrevéis, os gusta. Creo
que lo identificáis con materia de examen, cine muermo, cosas de profesores… Es
un error, no perdáis el tiempo, las energías y el dinero con películas
palomiteras, cine kleenex de usar y
tirar. Esto es otra cosa.
Vamos a las películas. Las dos tienen en común el célebre discurso
de Unamuno el día 12 de octubre (día de la exaltación de la Raza); en ambas
películas aparece esa exhortación y en las dos tiene una gran fuerza. Se ha escrito mucho acerca de si tuvo lugar efectivamente así, si las palabras fueron
exactamente esas o no. Lo cierto es que pertenece al imaginario colectivo de la
historia de este país y que el propio Unamuno escribe en una carta el 13 de
diciembre de ese año: “Vencerán, pero no convencerán; conquistarán, pero no
convertirán” (como las demás citas, extraído de la entrada “Miguel de Unamuno”
en la Wikipedia).
Por supuesto, esa secuencia es clave,
muy conocida. Pero no la única. Anoche, al repasar La isla del viento, me detuve en algunas otras absolutamente
conmovedoras y de gran interés filosófico. En una de ellas, Unamuno va a ver al
cura porque los escasos niños que van a la escuela de la que se ocupa el
clérigo le dicen que la ha cerrado. Se encuentra a un sacerdote, don Víctor,
apesadumbrado, refractario a la conversación porque eso le obligaría a razonar
(“dar y pedir razones”, decía Platón).
Se esconde en el confesionario, corre la cortina. Pero don Miguel no se
da por vencido, y se ubica a la derecha, como
si fuera a confesar, aunque esa confesión acaba siendo una inversión de los
papeles: “¿Se rinde usted? ¿Cree que así acabará todo?”.
Unamuno le hace ver que cuando ofició
el funeral de un niño, sus palabras traslucían verdadero sufrimiento, un
sufrimiento más humano que teológico, no eran las palabras del que repite una
letanía que ya conoce de memoria, sino las de un hombre que sufre por la muerte
de un niño, una muerte por lo demás evitable, fruto de la miseria y la
injusticia. “¡Cállese!”, “¡Cállese, por favor!”, responde el sacerdote. No
quiere escuchar porque no quiere escucharse. Es un clérigo al servicio del
dogma más tradicional que se está enfrentando a una fuerte contradicción.
Unamuno sigue hurgando en su tormento: le pregunta si cree en un Dios misericordioso
que permite la muerte de toda la gente que nunca ha hecho mal a nadie. “La
muerte inútil de un niño. ¿Cómo puede Dios permitir eso?”, concluye. No hay
argumentación posible, así que el cura tira por el camino más fácil: “Mi fe es
auténtica. Es usted un ateo”. No sabe dónde se mete. Unamuno responde: “¿Ateo?
¿Cree usted que hay una sola manera de sentir a Dios? Si existe, habita en el
corazón de los hombres. Y en la distancia que los separa”.
Lo que está pidiendo Unamuno
dirigiendo directamente la mirada a un sacerdote que se difumina brumosamente
tras la celosía del confesionario es que dé otra interpretación a su fe. Que no
sea una fe limitada a la fidelidad a un dogma, sino también a los demás. Insiste: al niño no lo mató la voluntad de
Dios, lo mató la ignorancia y la miseria y el sacerdote puede luchar contra
eso, hacer algo más que enseñar catecismo en una escuela de la que nada más se
nos muestra. El cura se refugia en la oración, pero Unamuno no está dispuesto a
soltar su presa: “Por más credos que repita, por más música que toque, no conseguirá acallar su propia voz. Al
final tendrá que enfrentarse a ella. Todo hombre digno de ese nombre tiene que
hacerlo tarde o temprano: tomar una decisión”. Y ante el tormento interior que
está viviendo el sacerdote, Unamuno descorre la cortina y concluye: “Tome la
que tome, absuélvase”.
También Unamuno quiso absolverse y,
creo, son palabras que se dirige a sí mismo y a su posición ante la religión y
ante la política. Me parece que en esa conversación los papeles están cambiados
y que don Víctor es don Miguel, ese Miguel de Unamuno contradictorio,
vitalísimo, que ha vivido desgarradamente su relación con Dios. Ese Unamuno,
educado en la fe católica que va perdiendo poco a poco y que espera a la muerte de su madre para
explicitarla, como si ella no pudiera absolverlo en vida. Ese Unamuno que
escribe, tras la muerte de la madre en 1908, algunos libros en los que la
crisis de fe es más que patente: Del
sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos (1913), La agonía del cristianismo (1925) y,
sobre todo, muy especialmente, la novela del alter ego de Unamuno: San
Manuel Bueno, mártir (1930).
Unamuno quiere creer. Pero la tragedia
de Manuel Bueno (Miguel de Unamuno) es que la voluntad no es suficiente: querer
creer no es suficiente para creer, no es creer. Pareciera como si la fe no
hubiera sido dada a quien la requiere y se regale dadivosamente a quien ni
siquiera va a reflexionar sobre ella. Difícil cuestión. Porque si la fe es un
don de Dios, nada habría que reprochar a quienes no la tienen (no les ha sido
dada): pero si es una conquista de la razón y de la voluntad, si la fe no solo
es creer sino querer creer, entonces ya depende de cada uno y, lo que es más
importante, es un acto de la razón y de la voluntad. Temo que no existe
solución (los grandes pensadores del cristianismo no han eludido la cuestión) y
que precisamente ese es el drama de Manuel Bueno (Miguel de Unamuno): es
preciso mantener la bondad, el sentido, pero ¿qué hay detrás?, ¿está Dios?, ¿o
Dios es una construcción cultural útil para explicar lo inexplicable, para dar
respuestas allá donde no las hay?
Insisto: no tengo respuestas. Eso sí,
debemos intentar mejorar el mundo, tanto si existe Dios como si no. Cuentan
que, cuando la ONU requirió a algunos líderes religiosos para que echasen una
mano en la construcción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos,
todos estuvieron de acuerdo en que debían existir y hacerse efectivos; en lo
que no estuvieron de acuerdo es en el fundamento: ¿humano?, ¿divino?, ¿de qué
divinidad? Estoy recordando un excelente libro escrito por el filósofo francés
André Comte-Sponville, El alma del
ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios. Reconoce allí el
autor, que proviene del materialismo filosófico y que no oculta su ateísmo, que
la religión es imbatible en determinados ritos y a la hora de articular
respuestas a lo inexplicable. Merece la pena leer este libro, que es una
discusión respetuosa y razonada, y no sólo con el cristianismo, sino también con
otras formas de religión como el budismo.
Termino esta larga perorata de hoy con
dos citas que he encontrado buscando datos de su biografía en la Wikipedia. A
mí me interesa ese pensador aporético, a
la contra, rara avis en este país
de fidelidades irracionales. En Mientras
dure la guerra le reprochan a Unamuno que haya cambiado y él responde
irritado: “¡Han cambiado los demás. Yo siempre he estado en el mismo sitio!”.
Unamuno escribe esto en noviembre del
36: “Ha brotado la lepra católica y anticatólica. Aúllan y piden sangre los hunos y los hotros. Y aquí está mi pobre
España, se está desangrando, arruinando, envenenando y entonteciendo…”.
Y Antonio Machado le despide con estas
palabras: “Señalemos hoy que
Unamuno ha muerto repentinamente, como el que muere en la guerra. ¿Contra
quién? Quizá contra sí mismo; acaso también, aunque muchos no lo crean, contra
los hombres que han vendido a España y traicionado a su pueblo. ¿Contra el
pueblo mismo? No lo he creído nunca y no lo creeré jamás”.
No sé
si hay que absolver a Unamuno. Lo que sí que hay que hacer es leerlo, discutir
con él, que para eso sirve la filosofía. Y ver las películas, desde luego.
Discurso de Unamuno en La isla del viento:
Discurso de Unamuno en Mientras
dure la guerra:
https://www.youtube.com/watch?v=-Ftv0gpw-Xc
Programa "Imprescindibles" de RTVE sobre Unamuno:
https://www.rtve.es/alacarta/videos/imprescindibles/imprescindibles-unamuno-pensador-apasionado/4529287/
Programa "Imprescindibles" de RTVE sobre Unamuno:
https://www.rtve.es/alacarta/videos/imprescindibles/imprescindibles-unamuno-pensador-apasionado/4529287/
Procedencia de las imágenes:
https://www.premiosgoya.com/pelicula/la-isla-del-viento/https://www.fotogramas.es/noticias-cine/a29298538/mientras-dure-la-guerra-numero-uno-taquilla/
https://www.rtve.es/alacarta/videos/imprescindibles/imprescindibles-unamuno-pensador-apasionado/4529287/
Gracias, buena sugerencia, solo he visto la primera. También te agradezco los enlaces a los discursos.
ResponderEliminarGracias a ti por tu comentario. Ambas merecen la pena. Son dos situaciones distintas, pero siempre Unamuno.
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