De todas las películas que se han rodado sobre la GCE me
gusta especialmente La lengua de las
mariposas (José Luis Cuerda, 1999). Y, si tengo que elegir secuencia, me
quedo con la última (enlace al final), la que cierra la película y hace que
salgamos a la realidad con la amargura prendida en los ojos y la esperanza no
del todo derrotada.
La película adapta unos relatos de Manuel Rivas. Cuenta la
historia de un niño y su relación con el maestro. Estamos en un pueblo español
en los años 30, concretamente en el muy catastrófico año de 1936. Don Gregorio
es el maestro. No sé si escribirlo con mayúsculas. Hubo un tiempo en el que los
padres enviaban a los hijos a la escuela para que aprendiesen y se formasen. En
el mundo rural la situación era mala tirando a peor: un solo maestro para todos
los niveles y niños que abandonaban el colegio para trabajar con sus padres,
por pura necesidad la mayor parte de las veces. Eran los tiempos en los que era
cierto eso de “pasar más hambre que un maestro de escuela”: la sociedad mandaba
a los docentes a todos los rincones, pero le parecía suficiente con unos magros
haberes y un alojamiento. Aún resiste en muchos pueblos de España “la casa del
maestro”. Era frecuente que los chicos llevasen a clase madera para la estufa o
algún presente comestible para quien les enseñaba algo de matemáticas, lengua,
geografía...
Os aseguro, muchachos, que no hablo de oídas. Mi madre (a la
que Dios tenga en su gloria) dedicó toda su vida a este noble oficio en los
tiempos heroicos y entre mis recuerdos de infancia está la de esa madre
llegando a casa con unas patatas, una gallina o unos huevos, que de ese modo
agradecían los padres y pagaban en especie lo que la administración educativa
no hacía. También me recuerdo con muy pocos años llevando a la escuela de doña
Paula una rama cuya longitud triplicaba mi estatura: cada niño llevaba algo de
leña para la estufa. Es nuestro país, no romanticemos el pasado, está muy cerca
y no había móviles ni internet, no había ordenadores ni demasiados medios,
salvo una vocación rudimentariamente pagada, un encerado y unos pocos pupitres.
Vuelvo a La lengua de
las mariposas. Es conocido que en la Segunda República se hizo un esfuerzo
por dignificar la profesión y por extender la instrucción pública, como se
llamaba entonces. Don Gregorio es un maestro ya
anciano, de esos para los que la vida y el aula son lo mismo. Don Gregorio
tiene una clase en la que hay de todo, siempre lo ha habido, pero en ella se
sienta Moncho, el alumno ideal, el que tiene hambre de saber. Don Gregorio no
maneja las nuevas tecnologías, le basta una pizarra, una tiza y alguien con
deseos de aprender.
Un maestro de escuela es un especialista en todo. Quiero
decir que puede que no conozca con detalle todos los elementos de una
especialidad, pero debe saber matemáticas, historia, lengua, ciencias naturales…
Esto parece ser lo que más gusta, aquello que prende luz en los ojos de Moncho.
El maestro es mucho más que un maestro, es casi Dios, habla de cosas que ni
soñaba, que sus padres no conocen. Por cierto, entre los padres y el maestro se
forja cierta amistad: el padre es sastre y Don Gregorio necesita hacerse ropa
de vez en cuando. Hablan, se respetan, parecen compartir una visión
regeneradora de la sociedad, España necesita incorporarse a otros modos de
vivir y pensar, dejar atrás tradiciones con poco sentido. Ninguno de los dos es
un exaltado.
Pero llega la guerra. Y con ella los ajustes de cuentas
reales o ficticios. Llegan los falangistas al pueblo, se hacen con él y
comienza lo habitual: las purgas, delaciones, venganzas, miedo y detención de los otros. Entre ellos, don Gregorio,
uno más de los maestros de la República.
La noticia corre por el pueblo: el maestro está en la cárcel.
Y la gente empieza a alinearse con el vencedor, estupenda maniobra de
supervivencia en tiempos bélicos, pero indigna como pocas. El niño no entiende
nada. Los niños no entienden la guerra hasta que un día pierden al padre o
tienen que caminar durante muchos kilómetros para no volver nunca del exilio o
hacerlo tantos años después que España ya no se parece a la que dejaron. Moncho
no lo comprende: es el maestro, Don Gregorio, el hombre más bueno del mundo, el
que todo lo sabe. Debe tratarse de un error, se lo explicará, lo dejarán en
libertad. ¿Quién puede querer mal a Don Gregorio?
Lamentablemente, las guerras las dirigen las creencias, los
intereses, las emociones que han renunciado a la razón y los resentimientos de
los hombres. El maestro está en la cárcel y es un enemigo de la Nueva España si
los que mandan lo deciden así.
La última escena (spoiler,
cómo no) es magistral y tristísima: don Gregorio es sacado en un vehículo con
otras personas. Seguramente les van a dar el paseo (es decir, un tiro y cadáver a la cuneta). Y allí está Moncho
con sus padres. Estos, supervivientes camaleónicos, saben que para salvarse han de
ponerse frente al maestro: le insultan ("¡Rojo, ateo!") y piden a su hijo que lo haga también; él repite las palabras de su madre. Pero qué
indignidad suprema: insultar a quien te lo ha enseñado todo. Finalmente, Moncho
corre tras el camión que se lleva a los presos, tira piedras como los otros niños y busca con qué agredirle verbalmente y sólo encuentra unas extrañas palabras -que, naturalmente, le enseñó el maestro- y las grita, como una
especie de desahogo que es también homenaje: “¡Ornitorrinco!, ¡espiritrompa!”.
Esta es la secuencia:
Procedencia de las imágenes:
https://reevo.wiki/Audiovisual:La_lengua_de_las_mariposas
https://galicia.swred.com/bolboreta_castelan.htm
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