Decía en la entrada anterior que la magia
existe. Bueno, en La rosa púrpura de El
Cairo la magia era lo que salvaba a Cecilia de una existencia áspera e
ingrata. Nos vale ese rato pasado en el cine, pero sabemos que la cotidianidad
no mejorará por sí sola y que no hay magia que valga si las condiciones
socioeconómicas en las que vivimos son catastróficas. El cine da un respiro,
pero no es la solución, claro. Ni esto es una incitación a las barricadas,
aunque tampoco creo que lo mejor sea quedarse quietecito a ver si las cosas se
solucionan por sí mismas.
Mientras escribía he recordado películas
mágicas. No exactamente sobre magos, aunque hay algunas al respecto, por
ejemplo, la más que estimable El
ilusionista, que dirigió Neil Burger en 2006. Y también un entretenimiento
más banal como fue Ahora me ves…
(Louis Leterrier, 2013). Obvio toda la serie de Harry Potter, de la que solo he
visto la primera entera y parte de otra. Sin duda, como los libros, deben
poseer un algo que a mí se me escapa. Creo que me ha pillado ya muy mayor y que
no puedo dejar de pensar que eso lo he visto ya, me lo han contado muchas
veces. Pero, como suele decirse, algo tendrá el agua cuando la bendicen. Es
decir, que a mí no me atrape solo quiere decir eso mismo: que a mí no me
atrapa, que no son para mí. Y puedo ser yo el que tenga el problema, el equivocado. No lo niego.
Me ocurre lo mismo con el universo Tolkien.
Leí el primer tomo de El señor de los
anillos con cierto gozo pero sin entusiasmo. Y los otros dos esperándome se
me hicieron un mundo. Con la película algo mejor: la primera la vi con mucho
agrado, los minutos pasaron y entré en esa historia increíble, lo que significa
que fui Aragorn, Legolas o cualquiera de los personajes que lucharon contra los
orcos y el mal. Pero luego no pude con las otras dos, era como estirar un chicle
que había perdido su sabor. Pensar en las versiones extendidas de algo que ya
es extendido se me hace más difícil que escalar el Everest con chanclas.
Voy a insistir en que no quiero parecer un
listillo que mira a los demás por encima del hombro. Durante los tres cursos en
los que fui bibliotecario de mi instituto aprendí muchísimo. Los estudiantes
venían a por los libros que les mandaban los profesores, pero yo solía colarles
otros en el lote: les decía que con La
celestina se prestaba también La isla
del tesoro. “Es que ese no me lo han mandado”, me decían las criaturas. Y
yo respondía que tampoco les obligaba yo, que era solo una sugerencia y que les
pedía dos o tres páginas, solo eso. Conseguí que muchos lo leyeran y que
pidieran más. Pero también solicitaban frecuentemente El señor de los anillos y los siete tomos de Las crónicas de Narnia. Por supuesto, Harry Potter. No faltaban quienes eran verdaderos incondicionales
de Carlos Ruiz Zafón, de Laura Gallego, de Jordi Sierra i Fabra, etc. Los
profesores a veces olvidamos el objetivo de una biblioteca escolar que, a mi
juicio, es doble: tener un buen fondo de
armario para que cualquier miembro de la comunidad escolar pueda hacer uso
de ella, pero, sobre todo, proveer de fondos bibliográficos a los estudiantes,
tanto de esos libros obligatorios, como de esos otros, no tan obligatorios,
pero demandados insistentemente por ellos. Conviene, creo, no ponerse muy pureta con el asunto. Ruiz Zafón no es
Cervantes, claro que no, pero hace que muchos estudiantes lean y tal vez algún
día puedan disfrutar también con Cervantes, con Homero o con Dante. Yo empecé
con Mortadelo, El príncipe valiente, Los Hollister, Los cinco y Los siete
secretos. Y eso no me impidió estudiar filosofía. Alguna vez tengo que
buscar la relación…
Quiero decir con esto que esos libros mágicos
en los que un muchacho atraviesa una pared para practicar deporte encima de una
escoba no hay que despreciarlos. Aunque no sean para mí, pueden serlo para
otros. También ocurren cosas fantásticas en Cien
años de soledad, La Odisea o la Biblia… Por lo tanto, ningún desprecio
por mi parte, aunque hoy quería hablar de otro tipo de magias, esas que hablan
de la posibilidad de algo mejor. Mejorar el mundo o la porción de mundo que nos
toca habitar es algo a nuestro alcance. No debería ser mágico.
Allá por 2008 algunos compañeros del instituto
en el que trabajo sacábamos adelante un cineclub en inglés con subtítulos en
castellano. Como me dejaban elegir, colé algunos títulos clásicos en blanco y
negro. Entre ellos ¡Qué bello es vivir!
(Frank Capra, 1946). Esta película es un milagro. Porque en efectos especiales
deja mucho que desear (estamos en 1946) y como exhibición de lo que es la
condición humana, más aún. Es más, probad a contársela a alguien y escuchareis
carcajadas. Empecemos contemplando la primera escena:
Pues sí, un tal George Bailey (James Stewart,
un actor que llevaba la bondad prendida en los ojos) está desesperado, a punto
de suicidarse, y en el cielo no se les ocurre otra cosa mejor que mandar a un
ángel de segunda clase, una especie de ángel
en prácticas a que se gane las alas. Al bueno de Bailey le han ocurrido una
serie de avatares económicos que le han llevado a la ruina porque su banco no
ha perseguido el lógico enriquecimiento sino una función social, es decir,
apoyo financiero para emprender negocios o adquirir una vivienda. Ya dije que
lo de hoy iba de magia… De hecho, suele ser una película navideña, uno de esos
clásicos que suelen poner y reponer las televisiones en estas fechas de paz,
amor, fraternidad y buenos deseos. Todo a tiempo parcial, qué lástima.
Como soy uno de esos cascarrabias que está
deseando que llegue la Navidad para estar de inmediato deseando que se terminen
de una vez, todo el mundo pensará que no me gusta. Pues sí, es al contrario, me
encanta. Tanto por el cómo como por
el qué. Desde luego, es cristiana a
más no poder, usa y abusa de todos los tópicos de esa religión, incluida la
redención final y la recompensa final a modo de premio a las buenas personas.
Bien, ¿y qué? Los que tenga fe disfrutarán con ella. Los que tengan espíritu
navideño disfrutarán más aún. Y los que no, están ante una grandísima película
de la que disfrutarán. Puede que no sea muy creíble contada, pero mejor verla.
Se dice que es buenista, como un
insulto. Más bien diría yo que es una película sobre la bondad, esa cualidad no
siempre apreciada en un mundo de tramposos, trepas e interesados. El bueno es alguien que no tiene dobleces,
que es solidario, justo o caritativo porque sí, porque hay que serlo; no por
algo o para algo, sino porque ser bueno
es bueno (redundancia necesaria). Decía Machado que era bueno “en el buen
sentido de la palabra bueno”. Bailey es un banquero bueno. Sí, no es un
oxímoron. Podría ser un buen banquero, pero es un banquero bueno: no es lo
mismo. Si contamos la película, tras las carcajadas vendrán las burlas o la
incredulidad. Normal: lo que decía Machado se ha quedado en la identificación
de bueno con simple, bobo, de pocas luces, ingenuo… Vamos, carne de cañón.
Y eso es, creo, lo que nos gusta de la
película: es bondad pura, un retorno a los ideales de la palabra. Los clásicos
decían que hay que buscar la Verdad, la Bondad y la Belleza. Así, con
mayúsculas. Pero la verdad se ha transmutado en posverdad o en apariencia, la
belleza en diseño y la bondad en bobería. La razón instrumental ha usurpado los
lugares de la autenticidad: todo es para qué o para quién. De hecho, ya estaba
descrito en la película. El malo se llama, qué curioso, Henry Potter, que tal
vez en su infancia fuera conocido como Harry Potter, y es descrito como un
capitalista sin escrúpulos que comercia con infraviviendas sin que le importe
demasiado la dignidad de los aposentos y mucho menos la dignidad de los que van
a vivir en ellas.
¿De verdad que la película es de 1946? ¿No nos
suena esta historia? ¿Nadie recuerda ya como la vivienda alcanzó precios astronómicos
antes del pinchazo de la burbuja inmobiliaria hace ya más de diez años? Y parece
que no hemos aprendido mucho: la vivienda sigue siendo un producto inalcanzable
para muchas personas, cuyo salario no solo no les permite comprar un piso, sino
ni siquiera alquilarlo. Así que Henry Potter sigue viviendo entre nosotros
sucesivamente clonado y lo malo es que no queda mucho rastro de ningún Bailey;
al menos a gran escala, porque la bondad no ha dejado nunca de estar presente
entre las personas: un padre, un amigo, un compañero de trabajo…
Sin embargo, esas personas son necesarias. Son
las que engrasan el día a día con su bonhomía, maravillosa palabra
desgraciadamente en desuso. De hecho, cuando George Bailey verbaliza que su
vida ha sido un fracaso, el ángel le ofrece una visión en la que la ciudad, Bedford
Falls, ha cambiado su nombre por el de Pottersville: una urbe que ya no es
comunidad sino un lugar en el que las personas viven cerca, pero aisladas,
desvinculadas, una ciudad no acogedora, excluyente. El individualismo
interesado ha penetrado en las vidas de todos y cualquier actividad tiene su
interés y el otro, el vecino, es un competidor. La comunidad se ha convertido
en lucha por la existencia y supervivencia del más apto. Hablamos de economía,
claro, puro darwinismo social. Nada que nos resulte ajeno: Henry Potter ha
vencido, es el sistema, eso que, dicen algunos, no tiene alternativa.
Por eso, concluyo, nos resulta tan entrañable
esta película y nos toca el corazón. Tal vez en Navidad estamos más sensibles,
pero esta es una película eterna porque no estamos dispuestos a que la idea que
se nos muestra desaparezca. Quisiéramos que el Rousseau que se llama George
Bailey tuviera razón, que el ser humano sea bueno por naturaleza y que posea
una piedad natural ante el sufrimiento ajeno. Es cierto que el pacto social ha
tenido ya lugar, pero al modo de Rousseau/Bailey sería posible difuminar esa
causa de la desigualdad, la propiedad privada y las leyes que la blinden frente
al interés general.
Así que, puestos a elegir un Potter,
quedémonos con Harry y no con Henry. Y si pasamos cerca de algún Bailey, mejor
conservarlo cerca y abonar su bondad. Kant llamaba idea regulativa a un ideal
de la razón, tan necesario como imposible (o no); en todo caso, un ideal al que
tender y que buscar. No una realidad imposible de mejorar, sino una utopía
moral que perseguir. No olvidemos que lo que quiere Bailey es ser una persona
corriente que pueda viajar y encontrar aventuras, pero la realidad se impone y
él ha de decidir qué hacer: puede ser como Potter o puede optar por la bondad.
Y nos gusta la película porque sabemos que eso es lo que se debe elegir. No lo
que escogeríamos nosotros, sino lo que se debe.
Y, de regalo, el spoiler: escena final, con su obvia carga moral, incluso de
moralina. No es más feliz quien más tiene: Potter está solo y amigos y familia
rodean a Bailey.
Enlace a la página con información sobre el
cineclub del IES Luis de Lucena:
Coloquio en torno a ¡Qué bello es vivir!:
Información
sobre la película:
Procedencia de las imágenes:
http://www.sensacine.com/peliculas/pelicula-5762/fotos/detalle/?cmediafile=21077990
https://www.amazon.es/traves%C3%ADa-del-Viajero-Alba-Cr%C3%B3nicas-ebook/dp/B0064R9CKM
http://www.lecturapolis.com/2015/12/que-bello-es-vivir-drama-1946.html
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