Mucho que aprender, decía al final de la
entrada anterior. Cuando ya estaba terminada y me había pasado un poco de lo
que inicialmente me propongo para que no sean muy tediosas, estaba dando
vueltas a una serie, En terapia, que
emitió (creo que aún está disponible) HBO. Hay más de 100 episodios en tres
temporadas. Por azares, empecé con la segunda. En ella se muestra a un
psicoterapeuta que ha de tratar diversos casos y enfrentarse a algunos
problemas personales (divorciado, relación difícil con su hija…) y
profesionales (supervisión, denuncia por mala praxis…). Me interesó mucho lo
que vi y he de reconocer una deuda con José Antonio Pérez Rojo, psiquiatra de
profesión y amante del cine y la literatura. Un día le pedí títulos para usar
en clase de Psicología más allá de las tópicas películas de referencia. Me indicó
esta serie, me dijo que es bastante fiel a lo que hacen los psicoterapeutas.
Eso me basta. Porque, como he dicho en otras ocasiones, no hay como saber algo
de algún tema para que las series de televisión te rechinen y te den ganas de
tirar un zapato al aparato. Nos pasa a los profesores con las de profesores, a
los médicos con las que hablan de hospitales y sanidad, a los cuerpos y fuerzas
de seguridad del estado con casi todas las de policías… Lo de siempre. Lo malo
es que al resto del personal se la cuelan y acaban por creer que saben cómo
funciona la escuela, qué pasa en un centro de salud o lo que hacen los policías
en comisaría y en la calle. Las series, en este sentido, colaboran al cuñadismo
rampante. Como todo el mundo se imagina, la realidad es bastante más aburrida y
monótona y presenta desconchones que no son muy peliculeros. Bueno, aceptemos
que es ficción, pero también que no es una buena ilustración de la realidad. Si
tenemos eso claro, nada que objetar.
En
terapia, In Treatment en su
título original, emitida originalmente entre 2008 y 2010 y con multitud de
directores, tiene también un remake
con el mismo título, argentino por abundar en el tópico, del que he visto pocos
capítulos pero que me parece una buena adaptación, que conserva el espíritu del
original, pero que se acomoda muy bien a otra realidad cultural. La dirigió
Alejandro Maci en 2012 y el terapeuta está interpretado por Diego Peretti, que
emula perfectamente a Gabriel Byrne, el de la producción estadounidense.
Tranquilos, no voy a contar todos y cada uno
de los episodios. Sólo quería dedicar unas palabras, como colofón a la entrada
anterior a unos pocos episodios de la temporada 2, concretamente los
siguientes: 3, 8 y 13. En ellos se aborda el tratamiento a una pareja que se
acaba de divorciar. Sin embargo, la información que dan a su hijo, un
preadolescente que ha salido de la infancia pero que aún no es una persona
madura, es parcial y le lleva a fantasear con el hecho de que sus padres viven
en dos casas pero no se van a divorciar. No ayudan nada las actitudes
escasamente colaboradoras de los padres, más preocupados por culpar al otro que
por encontrar soluciones y abordar una estrategia de convivencia para el
futuro. En teoría sí lo están haciendo, pero en la práctica es pura palabrería
que esconde no una incapacidad, sino una escasa voluntad de colaborar con
alguien a quien se ha dejado de querer y, lo que es peor, esas grietas que ya
estaban antes, han resquebrajado un edificio que prefieren dejar que se
derrumbe antes que apuntalarlo. Lo malo es que el hijo está dentro y cualquiera
de los dos va a culpar al otro de lo que le pase.
El terapeuta es depositario de una paciencia
infinita. No está ahí para juzgar a nadie, ningún terapeuta juzga, que nadie
busque eso. El padre y la madre intentan que se ponga de su parte, pero un
terapeuta, insisto, no tiene esa función, que más bien consiste en conseguir
que hablen, que se escuchen entre sí y ante un extraño. A muchos les parece
violento esto de contar tus intimidades a un extraño. Pero eso es parte del
éxito: ese extraño no es un tipo cualquiera en la barra de un bar: es un
experto, un terapeuta con formación universitaria. Me resisto a utilizar la
palabra coach, tan manipulada,
devaluada y autoatribuida por cualquier charlatán sin preparación. Sigamos
hablando de terapeuta o psicoterapeuta. En el caso que se expone en estos tres
episodios no hay medicación ni antidepresivos o ansiolíticos, lo que no es
óbice para utilizarlos cuando sea necesario. Aprovecho para recordar que en
Estados Unidos los psicoterapeutas, incluso los que practican el psicoanálisis,
suelen ser médicos de formación, mientras que en España hay alguna diferencia.
Aquí, la psiquiatría es la rama de la medicina que se ocupa de trastornos
mentales (no solo), por lo que puede utilizar fármacos además de hacer
psicoterapia. Por el contrario, el grado en psicología no permite la
prescripción de fármacos. No todos los psicólogos son psicoterapeutas y, aunque
puedan ejercer esa especialidad, esta tiene unas especificidades que hacen
necesaria una formación continua. Dicho de otro modo, no vale cualquiera y esas
maravillosas personas que saben escuchar no son psicólogos, aunque se les
atribuya coloquialmente esa cualidad, del mismo modo que a veces se dice de
alguien que está hecho un filósofo porque ha escrito un párrafo con sentido y
sin faltas de ortografía. Tampoco es un profesional de la medicina quien
cultiva unas plantas en su jardín porque ha visto en un vídeo en Youtube que dice
que con plantas se puede curar todo.
Como ya he dicho tantas veces, una cosa es ese
nivel de vida corriente sin grandes complicaciones y otra muy distinta el nivel
de los especialistas. Ya sé que lo que voy a decir suena a elitista, espero que
se me entienda bien: no todas las opiniones son igualmente válidas ni
respetables; lo respetable son las personas, pero ese respeto que hay que tener
hacia todos incluye la posibilidad de discutir racionalmente con ellas. No nos
debemos fiar de nadie, la fe no es una buena cualidad para la ciencia, debemos
pedir argumentos y explicaciones y, en todo caso, qué formación tiene quien nos
trata. No es lo mismo un grado aniversario con su máster correspondiente y sus
publicaciones que un papel emitido por una página de Internet que se
corresponde a una tarde viendo vídeos de charlatanes. Lo primero no garantiza
la verdad absoluta, pero lo segundo garantiza la tomadura de pelo y un quebranto
importante para nuestra economía y posiblemente para nuestra salud.
En ese sentido, las redes sociales ofrecen un
panorama desolador: encontramos a tipos que discuten a especialistas mundiales
con argumentos del tipo “¡Qué sabrás tú!”, “A saber quién te paga para que
digas eso” o “Yo he visto un vídeo en YouTube que dice lo contrario”. Un
infantiloide sujeto trataba con displicencia al ministro astronauta Pedro Duque
diciendo que gracias a él (un supuesto influencer
terraplanista) el ministro había gozado de su minuto de gloria. No insistiré
mucho, solo hay que asomarse un rato al ciberespacio. Ahí vamos a encontrar,
revueltos, a toda la estupidez mundial, a la agresividad más furibunda, al
resentimiento sin motivo… y a la sabiduría de profesionales que regalan sus
reflexiones y saberes. Hay médicos, físicos, nutricionistas, filósofos,
psicólogos, profesores… Un acerbo de conocimientos al alcance de un clic. Pero
los otros son más graciosos, dicen cosas llamativas, son guapos, ofrecen atajos,
no dudan…
No dudan. A veces leo a gente del primer grupo
(mi tiempo es limitado para perderlo con indocumentados) y dicen a menudo cosas
así: “No lo sabemos”, “Tal vez haya que modificar lo que dábamos por bueno”,
“Conviene revisar los estudios”, etc. Dudan, la ciencia duda. Es la
pseudociencia la que no duda, precisamente porque no comprueba; es decir, intenta comprobar, pero solo admite las
confirmaciones (los testimonios, papers
ofrecen pocos) y rechaza las falsaciones. Esto es lo que en filosofía de la
ciencia se llama sesgo de confirmación.
Algo que todos hacemos porque las creencias tienen un gran poder, nos
tranquilizan, son un filtro de interpretación de la realidad que, de cambiar,
supondría poner en duda una cosmovisión muy enraizada. Decía Ortega, justo al
comienzo de su libro Ideas y creencias,
que “Las ideas se tienen; en las creencias se está”. Las ideas poseen una
seguridad hecha de demostraciones y buenos argumentos, pero las creencias se
han adquirido y amalgamado aquí y allá; por eso, cambiamos -deberíamos- de
creencias cuando notamos que el suelo que pisamos ha dejado de ser firme y ya
no caminamos a gusto, seguros, sobre él. Pero eso es a menudo una cuestión más
psicológica que real: caminamos a gusto sobre el suelo de nuestras creencias y
los socavones que encontramos los atribuimos a otros, siempre a otros, dejando
a salvo nuestras convicciones, que incluyen conocimientos, pero también prejuicios
de los que no somos siempre conscientes. El sesgo de confirmación sirve para
interpretar a nuestro favor las objeciones y la filosofía sirve para estar
alerta ante las objeciones, que debemos estudiar, analizar y, si es el caso,
que sean el primer paso hacia una reconsideración de lo que pensábamos.
Desprenderse de ese traje no es fácil.
Todo esto es lo que les pasa a los padres de
la serie que se van a divorciar. Él cree que la culpa es de ella, que lo trata
como al niño que ya no es, que se refugia en su hijo para no enfrentarse a una
vida que no tiene sentido ni propósito más allá de la maternidad. Ella, por su
parte, acusa al padre de desatención, de no alimentarlo bien, de ocuparse de
las gratificaciones (regalos, por ejemplo) más que de que haga los deberes y
adquiera una disciplina necesaria. Ellos necesitan hablar, pero el muro que han
construido va a ser más difícil de derribar que el de Berlín. No se escuchan y
eso es lo que el terapeuta quiere construir: un tiempo y un espacio en el que
esas personas que ya no se van a reconciliar, construyan unas estrategias de
comunicación, unos hábitos que regulen su vida en el futuro. Difícil, muy
difícil. No obstante, el primer paso está dado: acudir a un profesional. Algo,
por cierto, más común y socialmente aceptado que en España, donde eso de ir al
Psicólogo es cosa de personas que no están bien, de locos, como se decía hasta
no hace mucho.
En clase tenemos muchas situaciones similares.
Tenemos parejas que se divorcian y sus hijos siguen siendo como antes porque
los padres han hecho las cosas bien. También hay alguno cuyos padres, habiendo
hecho todo bien, interiorizan mal la situación. Es muy frecuente que el niño
reaccione con tristeza y desconcierto ante el divorcio de sus padres, mientas
que en el adolescente es más común la rabia. Recuerdo a una estudiante que
estaba en el recreo diciendo a sus compañeras que le hacía la vida imposible a
la nueva novia de su padre. No pude evitar preguntarle si quería a su padre. “¡Lo
que más en el mundo!”, me respondió airada. “Pues entonces cuida de su
felicidad, porque será también la tuya”. Pocas veces me meto en asuntos que no
son míos y que la prudencia exige ser cauteloso. En alguna ocasión, el
orientador ha hecho de intermediario, aunque su función realmente no sea esa. Y
en otras, la estupidez de algunos progenitores lleva al fracaso de sus hijos,
que aprovechan la incomunicación entre ellos para tomarles el pelo. Intento,
cuando tengo que hablar con los padres, que los dos tengan noticias de ello,
más aún si viven separados y conozco esta circunstancia. Recuerdo con especial
dolor a un muchacho cuyos padres se odiaban (“¡Yo de esa no quiero saber nada!”,
“¡Yo con ese solo hablo en los tribunales!”) y cuyos hijos bebían cada día ese
veneno.
Decía el poeta Enrique Badosa en su libro Mapa de Grecia que “Si no estamos aquí
para seguir hablando, / perderemos el tiempo”. De eso se trata, de no perderlo,
de no hacerlo perder, de ganarlo.
Obviamente, nada de lo que he escrito en el
párrafo anterior tiene valor de ley, podría poner ejemplos en sentido contrario
que me hacen seguir teniendo fe en esta especie que llamamos humana. Y, aunque
suene algo cursi, saber jerarquizar los valores es en esto fundamental. No sé
si podemos aprender a no odiar, a no tener resentimiento, pero sí podemos
desarrollar estrategias encaminadas a tener una vida de respeto y amor. No
somos dueños de elegir como sentirnos, pero sí de lo que hacemos.
Y, para terminar, una cuestión lingüística
importante. En los divorcios y, consecuentemente en los convenios reguladores
que pautan el futuro de la pareja, se suele hablar del “régimen de visitas”.
Esto es un espanto, un despropósito. Un hijo no visita a sus padres, se visita a otra gente, al dentista o al
pediatra, pero no visitas a tu padre, aunque sea el cónyuge no custodio. A
veces, las palabras no son neutrales; es mejor “régimen de comunicaciones”, sea
el que sea. Unos padres divorciados siguen siendo unos padres con derechos y
deberes.
Procedencia de las imágenes:
https://www.filmaffinity.com/es/film122789.html
https://www.filmaffinity.com/es/reviews2/1/695617.html
https://www.todocoleccion.net/libros-segunda-mano-poesia/enrique-badosa-mapa-grecia-plaza-janes-1979-1-edicion~x38331416
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