Vamos con las películas sobre divorcios. No
estoy hablando de las clásicas de enredo, amores y desamores. De esas hay
para aburrir. Y no lo digo en sentido figurado. Ese género tan popular, la
comedia romántica, suele estar trufado de engendros infumables, verdaderos
pastelitos de mantequilla que subirían los índices de azúcar a cualquiera. No
suelen tener mayor relevancia y se olvidan tan pronto como se han visto.
Personalmente, me duele abonar ocho o diez euros en el cine que, para colmo de
males, tengo que compartir con sorbedores de refrescos, ruidosos masticadores
de palomitas e indispensables
personas que durante un par de horas no pueden apagar el dichoso móvil.
Este es el momento en el que he perdido la
media docena de lectores que tenía. Pues vale, pago el peaje. Soy de los que va
al cine a ver una película, no a alimentarme, a refrescarme ni a departir sobre
banalidades. Claro que en casa no es mucho mejor: la película suele durarme no
más de quince minutos y limpiar los cuartos de aseo es bastante más entretenido
y provechoso.
Venga, sí, que soy un estirao. También podemos tirar de tópicos: que si los hombres esto,
que si los hombres aquello, que si preferimos las películas de acción (no es mi
caso), las de superhéroes (menos aún), etc. Pues no, nada de eso. Los
sentimientos son la sangre que late en casi todas las películas. Y nos gustan
porque es la misma sangre que late en la literatura, en los programas de
televisión, en nuestra vida. Creo que era Virginia Woolf la que decía que las
personas, sobre cualquier otra cosa, desean sentir. Se sabe que Freud era un
voraz lector de esos autores que diseccionaron como nadie el alma humana:
Shakespeare, Cervantes, los novelistas rusos de finales del XIX… Somos seres
racionales, lo sabemos desde que comenzamos a pensar, pero razonamos a veces y
otras no; sin embargo, siempre somos seres sentientes, desde que abrazamos a
nuestra madre (¿antes?) hasta que buscamos la última mirada, la última mano que
nos despida de la vida. No dejamos de sentir. Si algo mueve, si conmueve, son
los sentimientos.
Por eso, no seré yo quien se burle de los
sentimientos. Mis disculpas si lo parecía porque no es así. A mí me gustan
mucho las películas sentimentales, pero
no soporto las sentimentaloides.
Entiendo por tales aquellas que banalizan los sentimientos, que van a
lo fácil y no toman en consideración las complejidades del alma humana, que es
alambicada, compleja y siempre sorprendente. Las películas sentimentaloides se
dirigen (y alimentan) a las personas que se conforman con esa escasa y poco
nutritiva sustancia.
¿Es El
paciente inglés (Anthony Minghella, 1996) una película sentimental? Sin
duda, una de las mejores. ¿Y Memorias de África
(Sydney Pollack, 1985)? Claro que sí, entre otras muchas cosas, como la
anterior. Normalmente, no gustan a ese tipo de público al que me refiero,
esquemático, y al que es fácil llegar y agradar. Son también películas
sentimentalmente muy hondas El marido de
la peluquera (Patrice Leconte, 1990), Los
amantes del Pont-Neuf (Leos Carax, 1991), Amor (Michael Haneke, 2012), Amantes
(Vicente Aranda, 1991), Romeo y Julieta (Franco
Zeffirelli, 1986), Paseo por el amor y la
muerte (John Huston, 1969)… Infinitas. Y buenas.
De lo que quería hablar hoy es de algo más
frecuente y doloroso que las historias de esas personas que terminan viviendo
felices y comiendo perdices. Ya se sabe que las historias de amor están hechas
con vocación de eternidad. Cuando alguien le dice a otra persona que la querrá
siempre no está mintiendo. Hay una intención y una intensidad en la expresión
que la hace cierta, el alma se entrega en ella, la voluntad de amor para
siempre es sincera. Casi siempre, que farsantes no han faltado. Vemos muy a
menudo en las películas y en la realidad a contrayentes el día de su boda,
poseídos por un éxtasis sentimental, rodeados de ritos que dan sentido a lo que
están haciendo. Pronuncian bellas palabras, prometen un amor eterno, fidelidad,
dedicación, compartir lo que haya. Está bien, lo sienten de verdad. Ya digo,
menos esos farsantes que cumplen las formalidades mientras cruzan los dedos y
sonríen para la foto.
Y luego viene la realidad, la que vivimos todos a diario. Suele estar
compuesta de madrugones e interminables jornadas de trabajo alienantes por un
magro jornal. En esa jornada hay a menudo hijos que requieren toda la atención
todas las horas, que enferman, que crecen, que se hacen adolescentes, que nos
desafían y no quieren hacer lo que nosotros queremos. En ese tiempo de realidad
cotidiana nuestra pareja comienza a cumplir años, entramos en los treinta,
cuarenta, cincuenta… Cada década tiene sus propias crisis. Descubrimos que nuestra
pareja tiene arrugas nuevas y que, por lo tanto, también nosotros las tenemos, que ha
echado unos quilos, que hemos echado unos quilos, que le gustan de repente cosas que a
nosotros no. La vida nos ha distanciado, no hemos sido capaces de mantener la
llama, hemos dado por supuesto que el amor rueda sin esfuerzo y no es así.
Un día, en medio del silencio, nos dice que
tenemos que hablar. Ya no es esa situación juvenil que dejamos atrás hace
mucho, que rompía algo y dejaba un espacio para la siguiente y próxima
relación. Tenemos que hablar es ahora
una declaración de intenciones: vamos a romper el contrato. Porque un matrimonio
es un contrato, por si los ingenuos creen que no, que el amor todo lo puede y
que se sobrepone a cualquier inconveniente. Romperlo es doloroso. Ese silencio
que se ha adherido a los muebles de la casa comienza a hablar. Y habitualmente
lo hace en forma de reproches, cansancio acumulado y temor al futuro. No estoy
hablando de un miedo a la integridad física, que de eso desgraciadamente
también hay, por ejemplo en la escalofriante Te doy mis ojos (Icíar Bollaín, 2003) sino del común desamor,
desasosegado, desconcertante y cargado de incomprensión.
Porque ahí no termina todo. Está claro que al principio fueron felices y comieron perdices. Perdices que, por cierto, alguien tuvo que
limpiar y cocinar. También comieron ensalada, paella los domingos y una pizza
congelada el viernes por la noche delante del televisor. Y fueron felices unos
ratos sí y otros no. Eran dos personas y eso siempre es una fuente de
conflictos, a no ser que una se disuelva en la otra: entonces ya no hay
conflicto porque no hay persona. Y ni felicidad parcial ni nada que se le
parezca.
Leo que “España es
el cuarto país de la Unión Europea donde menos personas
se casan, con un ratio de 3,5 bodas por cada 1.000 individuos, y el
tercero con más divorcios, el 57,2 % de los enlaces, según datos
publicados por la oficina de estadística comunitaria, Eurostat” (1). Casi tres de cada cinco, más de la mitad.
Y eso que hay que tener en cuenta los gastos que comporta el proceso del
divorcio en sí (abogados, procuradores…) y los que van a llegar después:
hipoteca, alquiler, pensiones de alimentos y/o compensatorias… Escuché decir
medio en broma a un abogado que nada une más a una pareja que la hipoteca.
Vamos con las películas. Vi hace muchos años Kramer contra Kramer; la película es de
1979, tuvo muchísimo éxito en todo el mundo y también en España; aquí el divorcio era algo
que iba a legalizarse de manera inminente, pero que no llegó hasta junio de 1981. También hubo ley de
divorcio en España en la Segunda República, en 1932; con el
triunfo de Franco en la Guerra Civil todos los divorcios fueron declarados
nulos y, por lo tanto, las parejas volvieron a estar casadas... Desde entonces,
el matrimonio en España solo era por la Iglesia y para siempre. Como mucho,
existía la posibilidad de la separación o de la anulación matrimonial, costosa
e infrecuente.
En la película se cuenta la historia de un
matrimonio (Ted Kramer y Joanna Kramer, interpretados con intensidad por Dustin
Hoffman y Meryl Streep). Ella le abandona, se va porque necesita vivir. Le deja con un niño de siete años
del que Ted no se ha ocupado nunca, del que no sabe cuidar porque nunca lo ha
hecho, en el ejercicio tradicional de padre proveedor pero no ciudador. Ella se
va, él hace lo que puede, toma consciencia de que ser padre no solo es traer
dinero a casa y jugar un rato con su hijo, eso que algunos llaman tiempo de
calidad para justificar que no tienen tiempo suficiente y que la calidad no va
a sustituir a la cantidad. Pero un tiempo después, cuando Ted ha conseguido
construir rutinas, aparece Joanna y reclama la custodia del menor. Y la
obtiene.
A eso me refería cuando hablo de disolver el
contrato. El reparto de los bienes es relativamente sencillo. Según la ley
española, hay que dividir todo a medias cuando el matrimonio se ha celebrado en
régimen de gananciales, que es lo más frecuente, salvo en Cataluña, donde se
suele hacer en régimen de separación de bienes, es decir, cada uno lo suyo.
Pero los hijos no son objetos. En España, cuando estamos hablando de menores,
la custodia se concede mayoritariamente a la mujer, aunque cada año avanza el
porcentaje de custodias compartidas; incluso en algunas comunidades autónomas
la custodia es compartida por defecto y lo excepcional debe ser lo contrario.
Desconozco la realidad jurídica en Estados
Unidos. En España, desde la implantación del divorcio se ha hecho más sencillo, más civilizado. Antes era necesario denunciar al
otro, esgrimir razones, pasar un tiempo previo de separación. Ahora, tras la última
reforma, es suficiente con la voluntad de uno de los cónyuges. Es lo que se
llama popularmente divorcio express,
que requiere menos trámites y en el que ni siquiera hay que ir a juicio si las
partes están de acuerdo y presentan una propuesta de convenio regulador
razonable y conforme a ley. Incluso pueden compartir abogado. Obviamente, es lo
mejor y, como se dice en cualquiera de esos convenios reguladores que regirán
la relación en lo sucesivo, todo habrá que hacerlo en beneficio del menor. Cada año crecen los divorcios de común
acuerdo, lo que siempre facilita un trámite engorroso y doloroso.
Me conmovió en su tiempo la película, y lo
sigue haciendo cuarenta años después, la escena en la que se comunica a Ted
Kramer que ha perdido la custodia de su hijo y el abogado le dice que
recurrirán, que pueden ganar. Pero él renuncia para que su hijo no pase por el
juzgado, para que no vea a sus padres enzarzados en una batalla y tenga la
imagen de dos personas imperfectas que le siguen queriendo a él y que se
respetan entre ellos, ahora cada uno en un hogar distinto. En mi opinión, eso
es un acto de amor: la protección al menor pasa por ahorrarle sufrimientos innecesarios,
por decirle que sus padres no siempre comieron perdices ni fueron felices pero
que se van a seguir respetando aunque ya no se quieran. No es fácil y
continuamente vemos a parejas que utilizan a los hijos como arma arrojadiza
contra su ex, al que parecen odiar mucho más que lo que dicen amar a los hijos
que han tenido con esa persona. Eso es intolerable y, desde luego, hay que
tragarse mucho orgullo y afrentas reales o figuradas.
Es, diríamos parafraseando a Kant, lo debido,
lo correcto, lo razonable. No es lo que nos hace dichosos, nadie lo es en estas
circunstancias, ni el resentimiento ni la venganza colman de bienestar a las
personas buenas. No nos hace felices, pero el respeto se lo debemos a la otra
persona y, aún más, a los menores fruto de una relación que no salió como
planeábamos. ¿De quién fue la culpa? Ya no es el momento, puede que sea posible
apuntar a uno de los dos, pero a menudo la culpa es de ambos, de la costumbre,
de las expectativas imposibles de cumplir, de la pobreza, del paso del tiempo…
Hay muchas secuencias duras. Estoy recordando
una de ellas en la que el abogado de Ted le dice en una entrevista que habrá
que “demostrar que su exmujer no es una buena madre” y para eso “tendré que
jugar muy duro”, “le costará 15000 dólares” (2). Hemos llegado a la parte más
sucia de la ruptura, algo que Ted no quiere hacer, pero que finalmente no tiene
más remedio. Curiosamente, 40 años más tarde, en otra estupenda película, Historia de un matrimonio, ocurre algo similar, puesto al día. Una pareja
moderna pasa una fuerte crisis y deciden poner fin a su matrimonio. Ellos
quieren hacerlo de una manera amistosa, están de acuerdo, pero los abogados que
contratan introducen elementos belicosos que acaban con la posibilidad de
acuerdo: los tribunales están para batallar -como en Kramer contra Kramer- y cualquiera de ambos puede ser partícipe de
esa toxicidad jurídica. Es preciso evitar llegar a esto. Desde luego, los
abogados son un elemento indispensable en estos asuntos, no solo les pagamos,
es que son los profesionales que saben y no están emocionalmente
involucrados en el tema. Pero también deben colaborar a la hora de buscar
acuerdos razonables para personas. No son casos, son personas que están
sufriendo. No son honorarios, sino seres que desean recuperar la normalidad, la
que se pueda, cuanto antes.
Hay un elemento en Historia de un matrimonio especialmente conmovedor. La pareja acude
a un asesor matrimonial que les pide que escriba cada uno una carta (3 y 4) diciendo todo lo que tiene de bueno
la otra persona. Escuchamos ambas, una de ellas incompleta, aunque reaparece al final de
la película, cuando el padre la encuentra y se la lee al hijo sin decirle que
es la historia del matrimonio roto de sus padres. Escuchamos lo que han escrito y
nos parece que siguen enamorados. Pero no, es una simple cuestión de justicia y
de respeto.
Entonces, entre las lágrimas que se nos
escapan, descubrimos que se quisieron incluso cuando decidieron dejar de
quererse. Descubrimos que tuvieron voluntad de respetarse, incluso de
admirarse. Y que alguien lo impidió. O ellos no tuvieron la suficiente energía
como para decir a esos leguleyos vanidosos que eran dos personas y un hijo en
común, no un campo de batalla. Y entonces se asoma también la rabia y nos
acordamos de Ted Kramer que prefirió el equilibrio emocional de su hijo antes
que la posesión a tiempo completo del niño.
Hay mucho que aprender de estas películas.
Información sobre el divorcio en España:
Procedencia de las imágenes:
http://www.sensacine.com/peliculas/pelicula-1237/fotos/detalle/?cmediafile=20196593
http://www.sensacine.com/peliculas/pelicula-14300/
https://bilbaoenvivo.wordpress.com/2019/12/29/cine-historia-de-un-matrimonio-entre-dos-ciudades-entre-dos-vidas/
http://www.sensacine.com/peliculas/pelicula-1237/fotos/detalle/?cmediafile=20196593
http://www.sensacine.com/peliculas/pelicula-14300/
https://bilbaoenvivo.wordpress.com/2019/12/29/cine-historia-de-un-matrimonio-entre-dos-ciudades-entre-dos-vidas/
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