Hace dos entradas nombré, de pasada, algunas
películas sentimentales. Fijaos bien: no digo románticas, sino sentimentales.
Bajo el primer calificativo se esconden a menudo productos muy tóxicos, de esos
que introducen de rondón, por la gatera, una visión del mundo en la que una de
las personas busca esa media naranja que la colme, su príncipe azul que dé
sentido a su vida. Como si la vida de cada uno no tuviese sentido por sí misma,
sin necesidad de eso. Como si los príncipes azules no fueran en algún caso
brutales tiparracos con derecho de pernada que te quieren como el que quiere
a una propiedad. Por eso, en los cuentos infantiles se les suele dar la forma
de sapos. Princesas, por favor, nada de besar sapos.
En Shrek
tercero (Chris Miller y Raman Hui, 2007), hay una escena delirante al
respecto -toda la serie Shrek lo es-,
cuando las princesas se enfrentan al cautiverio y se prestan a lo que se espera
de ellas: ser rescatadas. El enlace está al final. “A partir de ahora, nosotras
nos encargaremos de esto”, dice una de ellas, empoderada. Desde la primera
entrega, esta serie se dedica a boicotear todos los tópicos románticos y, de
paso, los más rancios presupuestos del cine de la factoría Disney. Bien es
cierto, que esa factoría ha puesto al día su cine, lo ha hecho más actual,
igualitario y ajustado a los tiempos que corren. Ya no solo hay príncipes y
princesas, bellas durmientes, cenicientas o seres sufrientes que consiguen
salir adelante con su esfuerzo (la imagen de self made man, tan apreciada en Estados Unidos). Muy especialmente,
desde la adquisición de Pixar en 2006, tras algunas colaboraciones, Disney hace
también otro estilo de cine.
Entre las maravillas de Pixar están algunas
obras imprescindibles, de esas a las que podemos llevar a nuestros hijos, luego
pueden ir con sus amigos y los adultos también lo pasamos estupendamente y
encontramos mucho que rascar y pensar. Citemos alguna: Toy Story (John Lasseter, 1995), Buscando a Nemo (Andrew Stanton y Lee Unkrich, 2003), Los increíbles (Brad Bird, 2004), Ratatouille (Brad Bird, 2007), Wall-e (Andrew Stanton, 2008), Up (Pete Docter y Bob Peterson, 2009), Del revés-Inside out (Pete Docter y
Ronaldo de Carmen, 2015)… No cito todas, cuya lista puede encontrarse
fácilmente; sólo aquellas que he visto o me han interesado especialmente porque
tienen elementos filosóficos o porque las utilizo en clase. Concretamente,
pongo siempre Up a 1º y/o 2º de la
ESO. También en esos niveles, aunque también admite otros, Inside out.
Y no son las únicas películas de animación de
interés filosófico. También tenemos la impagable y subversiva Antz (Eric Darnell y Tim Johnson, 1998),
un clásico en las aulas en toda la ESO, ideal para la clase de Valores éticos.
Volveremos sobre ella. De momento vamos con Up,
que al principio decía que era una película sentimental, pero no una bobada
insustancial, muy al contrario.
Lo que más llama la atención de la película es
su comienzo. Espectacular. En unos pocos minutos, Pixar nos ofrece una historia
de amor maravillosa que se remonta a la infancia, de amor para siempre: dos
niños se sienten atraídos por su afán aventurero, por su admiración a un
explorador y por el sueño de ir alguna vez a las Cataratas Paraíso. Crecen, su
amor madura, se casan. Ahorran para cumplir su sueño, pero la vida empieza a
ponerles zancadillas: se rompe el coche y hay que gastar los ahorros, tienen un
problema de salud y hay que gastar los ahorros de nuevo, hay un problema en la
casa y hay que gastar los ahorros otra vez. Ella se queda embarazada, pierde el
bebé, sigue la vida y se siguen queriendo aunque no haya muchas perdices para
comer y sí algunos sueños que nunca se van a cumplir. Finalmente, ella enferma
y muere. Todo esto nos lo cuentan en apenas diez minutos, con pocas palabras.
Una lección de cine en la que ya nos han contado una película. En realidad hay
dos películas: hasta la muerte de Ellie y el resto; creo que es sensacional,
única, esa primera parte, y muy buena la segunda. Especialmente en esos
primeros minutos, la película nos habla, con gran atrevimiento, de sueños
rotos, aborto, enfermedad y muerte. Era, supuestamente, una película para
niños.
Si nos dicen que llevemos a nuestros hijos de
tierna edad a ver una película que va de eso, decimos que ni hablar, que para
sufrir ya está la vida de verdad. Pero olvidamos que padres y abuelos
pertenecemos a una generación que sufrió con la muerte de la madre de Bambi (Bambi, David Hand, 1942), con el bullying que sufre Dumbo (Dumbo, Ben Sharpsteen, 1941), con la
explotación clasista de Cenicienta (La
cenicienta, Clyde
Geronimi, Hamilton Luske
y Wilfred
Jackson, 1950) o con la dependencia del
varón que subyace, por ejemplo, en La
bella durmiente (Clyde Genonimi, 1959). A lo mejor, películas tipo Up nos pueden venir bien no solo para
pasar una tarde de domingo, sino para hablar con nuestros hijos de esos temas
tan delicados.
Durante el curso, como ya he dicho, suelo ver
con vosotros, estudiantes, la película. No por
pasar el rato, sino para ilustrar la asignatura. Los que me conocen
saben que yo no pongo películas, sino
que llevo elementos cinematográficos a clase a partir del temario oficial, con
sus contenidos o estándares, como se le ha ocurrido ahora a alguien que se
llamen. O sea, son elementos de reflexión sobre los valores que son el eje de
la asignatura. Por mucho que la devalúen con una hora a la semana, yo me la
tomo todo lo en serio que puedo y procuro sacar provecho a lo que algunas
películas ofrecen.
Una de las primeras preguntas que hago es para qué está ahorrando la pareja toda su vida. Hago
especial hincapié en el asunto de la salud y pregunto cuánto dinero pagan vuestros
padres cuando os llevan al médico. “Nada”, respondéis un poco desconcertados.
Probablemente no sabéis dónde quiero ir a parar: el derecho universal a la
sanidad. Os indico que en algunos países se paga por todo e incluso llevo
alguna noticia de algún periódico con los detalles de la factura. Alucináis. Si
mis informaciones son correctas, una simple consulta en Estados Unidos cuesta
100 €; si es un especialista sube a 300 y un día de ingreso en el hospital casi
7000 (1). Incluso en países tan próximos a nosotros como Italia el paciente
paga una cantidad de dinero por ir a su médico de atención primaria y un
porcentaje de todas las pruebas que haya que hacerle. ¿Y eso por qué?, pregunto.
¿Por qué es gratis? ¿Eso es que no cuesta dinero? ¿Lo que es gratis no tiene
valor? ¿Quién paga esos gastos si no es el usuario? ¿Qué ocurriría si hubiera
que pagarlo todo? Es más, a veces tenso la discusión: ¿cuántos de los aquí
presentes ya no estarían vivos si hubieran tenido que abonar el dinero de su
tratamiento y no lo tenían?, ¿y vuestros padres, vuestros abuelos? Esto,
obviamente, lleva al tema de los impuestos, palabra, como les digo, sospechosa:
impuestos, no voluntarios. Supongamos
que no se pagan, ¿entonces qué?
El
vil metal lleva a la segunda cuestión: perseguir los sueños. Ellie y Carl
tienen uno: ir a las Cataratas Paraíso, pero ella fallece antes de conseguirlo.
Pido a mis estudiantes, a los que quieran decirlo en voz alta, que expliciten
sus sueños vitales. Algunos lo hacéis. Y entre vosotros hay dos grupos: los que
seguís viviendo en el mundo harrypotteriano
de varitas mágicas y unicornios de colores y los que tenéis los pies en el
suelo. Cuidado, no soy un aguafiestas: los sueños, en tanto que propósitos o
proyectos de vida son completamente necesarios. Lo malo es que el sueño sea
completamente inalcanzable, entonces la vida se convierte en pesadilla porque
creíamos tener derecho a algo fuera de la realidad, de lo posible. Y llega la
frustración, una frustración de niño mimado e inmaduro un Peter Pan enrabietado
sin motivo, un potencial tirano eternamente adolescente.
Diferir
la recompensa es una de las características de la educación emocional que peor
se aprende. Parece que sólo se trata de ser felices y tener por filósofo de
cabecera al que escribe frases para las tazas de desayuno o los sobrecitos de
azúcar de las cafeterías. Pues no. Diferir la recompensa es algo muy necesario,
algo que, como vemos, hacen Ellie y Carl continuamente. A veces la recompensa
no llega, pero casi todo lo que merece la pena no se obtiene de inmediato;
estudiar, por ejemplo, es una inversión de futuro cuya recompensa aparecerá dentro
de unos años. Siempre hay algún estudiante que dice que él quiere ser profesor,
que ganan mucho y tienen muchas vacaciones. Perfecto, suelo contestar,
profesores deben ser los mejores, y le explico que tiene que aprobar la ESO, el
Bachillerato, la Evau (Selectividad, PAU…), cuatro años de carrera, otro de máster,
oposiciones cada dos años en las que aprueban pocos. Aún recuerdo la respuesta
de una alumna: “Ah, entonces no”. Típico de quien lo quiere todo y ahora, cree tener derecho a todo
y lo exige con malos modos. Eso sí, sin deberes, sin esfuerzo. Temo que si no
aprende a diferir la recompensa le irá mal en la vida. En conclusión: aplaudo
que persigamos los sueños con los pies bien anclados en la tierra, que tengamos
ilusión sin ser ilusos.
Pido
también que describáis al personaje de Carl Fredericksen, muy especialmente
antes y después del fallecimiento de su esposa y, por último, al final de la
película. Y la discusión nos va a llevar a las causas: ¿por qué cambia? ¿Y por
qué cambia el explorador, que es el ídolo al principio y un resentido y
amargado al final? Sin embargo, siempre hay alguien que dice que la gente no
cambia. Difícil asunto que no puede solucionarse sin la distinción entre
temperamento y personalidad. El primero es un conjunto de predisposiciones a la
acción de origen biológico, mientras que la segunda se forma, sin duda, a
partir del temperamento, pero también con la educación. Por lo tanto la
personalidad es relativamente estable, aunque no invariable del todo. Los
estudiantes conocéis a familiares que han cambiado, casi siempre tras los duros
golpes que nos da la vida y que suelen resituar lo que es importante y lo que
no. Esto nos lleva finalmente a una discusión moral: ¿cuáles son los valores
más importantes en la vida? Aún más, llamamos carácter a algo muy similar a la
personalidad, pero de lo que se puede decir que es bueno o malo porque es una
categoría moral (“tiene mal carácter”), pero no podemos decirlo de la
personalidad, nadie tiene mala personalidad, tiene la que tiene.
Russell,
el niño boy-scout, también da mucho
juego en clase, aunque no me gusta detenerme en exceso porque llevo observando
que a algunos, especialmente entre los más pequeños, les duele cuando les toca
de cerca. El señor Fredericksen es el abuelo un poco cascarrabias (¡muy
cascarrabias!), pero el abuelo que no todos tienen y, si aún está, el que
sustituye habitualmente a esos padres que han de trabajar de sol a sol. Cuando
eres tutor te enteras de asuntos muy duros: padres que han de trabajar hasta
deslomarse para poder dar de comer a los muchos hijos a los que apenas ven. A
veces esos padres han venido a España años antes para buscarse la vida, algo no muy distinto a
lo que hacían nuestros antepasados españoles en los años cincuenta o sesenta; o
antes, cuando huyeron de las represalias tras la Guerra Civil. Como decía, no
siempre los padres son una presencia con suficiente tiempo en la vida diaria de
los hijos. Y no estoy haciendo aquí ningún reproche: cuando el trabajo es un
bien escaso y a menudo mal pagado, ese tiempo que deberían estar con sus hijos
lo emplean en la fábrica, en la plantación o en la tienda. El niño tiene un
padre al que no vemos, se le oscurece la mirada cuando habla de él; ni siquiera
asiste a la entrega de medallas al final de la película. Un padre ausente,
querido, añorado y necesitado. El señor Fredericksen es un sucedáneo
maravilloso, pero no es el padre que quiere Russell.
También tiene un lugar nada marginal en la película el asunto
inmobiliario, el precio de la vivienda, el derecho de los poderes públicos a
expropiarte… Carl Fredericksen no quiere irse de su casa, cuyo barrio ha sido
tomado por grandes edificios sin vida, pero que hacen rentable su comercialización.
¿Qué es un hogar? ¿Por qué nos aferramos a él? ¿Es la casa la que constituye
nuestra raíz vital? ¿O es el país? ¿Qué se siente al tener que abandonar el
lugar en el que se vive? Decía Milan Kundera que quien desea abandonar el lugar
en el que vive es que no es feliz. Estoy parcialmente de acuerdo. A veces nos
duele tener que dejarlo, pero no hay más remedio porque nuestros hijos han de
comer todos los días y la tierra de nuestros orígenes no nos da lo necesario.
¿O son sus gobernantes? Y, cuando llegamos a una ciudad o un país nuevo,
¿seguimos siendo de donde habíamos nacido o procedíamos o tenemos derecho a
sentirnos del nuevo lugar? Y ese sentirnos ¿nos otorga derechos de ciudadanía o
seguimos siendo de segunda?
Era una película infantil, sí, eso dicen.
Escena de Shrek
tercero:
Análisis de la película Up:
Procedencia de las imágenes:
https://www.abc.es/play/pelicula/shrek-3-24284/
http://palomitas4free.blogspot.com/2010/04/up-una-aventura-de-altura.html
https://elpais.com/cultura/2016/10/27/babelia/1477579740_459100.html
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