Galileo y
La herencia del viento, decía en la entrada anterior, son dos
películas que asocio. En ambas hay un juicio y un elemento común:
la lucha de la razón frente a un fundamentalismo de carácter religioso. Me
cuidaré mucho de decir que toda religión es oscurantista; tal y como están las
cosas, el sueldo de profesor no da para pagar abogados y en España existen una
serie de artículos en el Código Penal que sancionan la ofensa a los sentimientos
religiosos, concretamente los que van del 522 al 525, muy especialmente este
último, cuya literalidad en su apartado 1 es esta: “Incurrirán
en la pena de multa de ocho a doce meses los que, para ofender los sentimientos
de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por
escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas,
creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los
profesan o practican”.
Hay aquí, algunas palabras que requieren un poco de tiempo de
reflexión: “ofender”, “escarnio”, “vejación” y… “creencias”. Temo que, en mi
modesta opinión, todas ellas carecen de suficiente precisión semántica, son borrosas, lo que pone difícil su
concreción y llena de molestos obstáculos la acción judicial cuando esta tiene
lugar. Lo que, por cierto, es bastante frecuente, dada la alergia que tienen
algunas asociaciones a la crítica. No digo a la crítica destructiva, que no sé
muy bien qué es eso, sino simplemente a la crítica, lo que indica un déficit de
tolerancia impropio de democracias de mínimos. Trataré de explicar esto: una
democracia es un sistema de gobierno y de organización del Estado en el que
toman las decisiones personas que han sido elegidas, directa o indirectamente,
para ello. Naturalmente, no todos están de acuerdo y por eso hay parlamentos en
los que la oposición ejerce su papel y propone alternativas, incluso llegando a
la moción de censura que permite cambiar el presidente de gobierno sin
necesidad de elecciones. Hasta ahí todo normal. Lo que ya no es tan normal es que
una sociedad se crispe hasta niveles insoportables porque damos cancha a los
intolerantes, a los enmerdadores
(perdón por la expresión) de la vida pública y a los haters profesionales, ya sean a título individual, ya sean
instigados por organizaciones. Esto ya no es normal aunque sea cada vez más
corriente.
Decía André Comte-Sponville que una democracia no consiste en la
ausencia de problemas o conflictos, sino en el modo razonable de hacerles
frente de un modo no violento. De hecho, el conflicto es consustancial a la
convivencia. Vivimos-con, pero ese otro no soy yo. Mi pareja, mis hijos, mis
compañeros de trabajo, mis amigos, mi congregación religiosa, mi sindicato… No soy yo. No son yo. A mi pareja le
gusta ir a la playa y yo lo odio. Mis hijos quieren estar con sus abuelos, pero
me pone de los nervios que la abuela les consienta comer todo tipo de chuches y
que el abuelo les adoctrine políticamente a mis espaldas. Mis amigos hacen de
vez en cuando chistes sobre temas que me desagradan. En la iglesia, mi líder
espiritual me habla de algunas cosas en las que me cuesta creer. Mi sindicato es muy tibio a la hora de
defender mis derechos laborales. Podría seguir hasta el infinito. Puedo cambiar
de pareja, divorciarme si es el caso. Cambiar de hijos no es posible, pero
puedo provocar un conflicto familiar si me pongo muy agresivo con algunos
temas. Puedo cambiar de amigos o intentar reconducir las conversaciones. Puedo
cambiar de religión o, como hacen muchos, ser creyente “a la carta” (aceptar lo
que me conviene y obviar lo que no). Puedo darme de baja en el sindicato.
Convivir es muy difícil. En el momento en que hay que compartir
un espacio necesitamos unas normas. Las normas pueden ser mínimas o máximas.
Las normas mínimas son eso: mínimos de respeto para que cada cual pueda ser
feliz a su manera. Simplemente una serie de normas que harán posible un estilo
de vida de todos (de casi todos) que sea compatible con el de todos los demás.
Esas normas o leyes mínimas han de ser de justicia y dignidad, nunca de
felicidad. Como nos repetía siempre en clase la profesora Adela Cortina: “La
justicia se exige, a la felicidad se invita”. Por eso la ética mínima (tomo la
expresión del libro de Adela Cortina titulado así: Ética mínima) es una ética de la tolerancia, de la pluralidad y de
la democracia.
Por el contrario, las éticas de máximos son éticas de la felicidad. Pueden, como es lógico, ser la guía en la vida de cada uno de nosotros. Lo malo es que no siempre son compatibles con la cosmovisión de los demás, por lo que los conflictos son inevitables. Así, ser creyente en una religión no tiene nada de censurable, pero pretender que todos lo seamos ya no está tan claro. Votar a un cierto partido nada tiene que objetar, pero si ese partido pretende privar de derechos a una parte de la ciudadanía, entonces no es tan respetable. A eso me refiero con lo de que no son compatibles entre sí.
Descenderé al barro: hay partidos políticos que definen lo que
es ser buen español (o buen vasco, buen catalán, buen leonés…). Normalmente,
suelen ser los suyos, los que portan sus símbolos y están de acuerdo con todo
lo que dice su líder supremo, elevado a la categoría de mesías o salvador de la
patria y sus discursos a la de palabra de Dios. Lo malo son (somos) los otros: los
malos españoles, de los que hay que limpiar
España; los malos catalanes, que deben marcharse de Catalunya (que no Cataluña)
o integrarse (qué idiota y repugnante
palabra); qué decir de esos malos vascos a los que se señala como maketos o españolistas… De León, lo
siento, no sé nada.
Lo malo, puristas de la cosa patriótica, es que vivimos juntos.
Algunos fuera de la tierra en la que nacimos, crecimos o estudiamos. Eso de
nacer en un lugar no tiene demasiado mérito, aunque sí lo tiene hacer algo por
el sitio en el que nacimos o vivimos, mucho más si hacemos algo por mejorar la
vida de los que viven allí o van a ese lugar a vivir. Eso ya es otra cosa, más
aún si esas personas no son como nosotros. Porque las sociedades homogéneas han
terminado. Tenemos compañeros de trabajo y amigos de distintos sexos, tonos de
piel, creencias y convicciones. Esos mínimos de los que hablo hacen necesaria
la aceptación de ese otro y que ese otro actúe simétricamente con nosotros,
pues de nada sirve ser tolerante con el intolerante, salvo para los masoquistas
o los suicidas.
Dice a menudo Fernando Savater que la tolerancia lo es hacia el
diferente y que es una virtud activa. Es decir, debemos no solo aceptar, sino
incluso promover, que haya otras formas de vida diferentes a la nuestra y que
-¡eso es lo importante socialmente!- sea posible su compatibilidad. Ello, como
ya he dicho, exige reciprocidad. Y no todos están dispuestos. Ahí es donde está
la prueba del algodón: si alguien pide para sí el respeto que no está dispuesto
a dar a los demás (sea en política, en religión o en cualquier otro ámbito),
entonces estamos ante un integrista: ¡peligro, mucho peligro! De aquí se deduce
que el punto de discusión es justamente dónde se halla ese mínimo que todos debemos
aceptar y que, a la vista está, no todos aceptan, porque eso le exigiría la
convivencia con el desigual en plenitud de derechos de ambos, lo que no es
exactamente la idea de sociedad que tienen.
Tomemos esas películas antes citadas como ejemplos. En Galileo se cuenta la historia del
científico italiano, desde sus primeros pasos con el catalejo/telescopio hasta
su juicio, abjuración y condena. Hace tiempo la utilizaba en clase, cuando
teníamos cuatro horas cada semana. Ya veis, estudiantes, que la Filosofía es
una asignatura menguante, un adorno todo lo más, según dicen algunos
indocumentados. Así que sigamos con la película. Os cuesta, habéis de vencer
la resistencia inicial. Porque el tema en principio no es atractivo,
la peli es antigua (1968) y hay que leer subtítulos. Pero
luego os gusta y agradecéis el esfuerzo hecho.
La
película tiene muchas aplicaciones, yo la he usado en 1º de Bachillerato para comenzar o
terminar la evaluación en la que se explica filosofía de la ciencia. Pero
en este caso quiero que os fijéis en las dificultades de Galileo para imponer
sus descubrimientos.
La
directora, Liliana Cavani, sigue a grandes rasgos la narración que hace el propio Galileo en su libro Siderus nuncius (1610). La película
muestra el tránsito de Galileo, que es también el tránsito de la astronomía
occidental, desde las posturas fijadas por Aristóteles y Ptolomeo (doctrina
oficial de la Iglesia Católica )
a la nueva ciencia: empírica, experimental y matematizable. Galileo descubre,
gracias a ciertos instrumentos y a una innovadora actitud, la nueva imagen dinámica
del universo, radicalmente divergente de la tradicional. Gran parte de la
película se centra en el proceso a Galileo por la Inquisición , que
culminó en su abjuración, así como el inmediato precedente que fue la condena a
muerte en la hoguera de Giordano Bruno. La Inquisición, como sabe todo el
mundo, tenía la misión de salvaguardar la pureza de la fe y de procurar que
nadie se apartase de la ortodoxia católica. Tales prácticas resultan hoy
anacrónicas y asilvestradas, como si pudieran imponerse las creencias. O sí,
claro que se puede; no exactamente como creencias, sino como modo de vida, como
una manera de estar en el mundo homogéneamente. Como si eso fuera ya posible,
que no lo es, pero sigue dejando un reguero de cadáveres de disidentes,
heterodoxos y descreídos en todos los lugares del mundo.
Decía Freud que dos han sido los golpes que el ser humano ha
recibido en su ingenuo amor, casi soberbia, por sí mismo: uno de ellos lo
dieron Copérnico y Galileo (siglos XVI-XVII) al sustituir el geocentrismo por el heliocentrismo. El otro lo dio Darwin
en el siglo XIX al descubrir la evolución de las especies. En ambos casos un mecanicismo se abre paso, un conjunto de evidencias de corte
empírico que chocan contra la visión exclusivista de las creencias religiosas.
A lo largo de estos
siglos se inicia una indagación en las causas materiales de todo fenómeno
físico. Algunos autores, muy especialmente Galileo, exigieron la matematización
de lo real como condición de su conocimiento. Como consecuencia de todo esto,
el heliocentrismo sustituyó al geocentrismo y la llamada Nueva Ciencia
reemplazó para siempre a la anquilosada cosmología cristiana. Es decir, la
física sustituyó a la metafísica.
En
ningún caso, creo, hay que tomar estos descubrimientos científicos como una falsación de la religión; todo lo más, una reubicación de su función social,
que ya no es de totalidad, ya no
ocupará el lugar que la ciencia ha reclamado y obtenido. Y aquí es donde las
resistencias serán más fuertes. También a la Filosofía natural le costó trabajo
dejar paso a la Física, y la Psicología platónica o aristotélica no es -afortunadamente-
lo que se estudia hoy en las facultades de Psicología.
En
la otra película, La herencia del viento,
tenemos un juicio algo menos anacrónico que tuvo lugar hace menos de un siglo
(1925). En él se describe la detención y juicio de un profesor por explicar el
darwinismo a sus alumnos. Lo mejor, claro, está en el desarrollo del juicio: el
debate entre el abogado defensor del profesor, Henry Drummond, y el acusador, Matthew
Harrison Brady. A veces nos parece lo que habitualmente se llama un diálogo de besugos, es decir, que es
imposible que se pongan de acuerdo porque sus puntos de partida son
diametralmente opuestos, nunca van a hallar puntos de encuentro. Ni
siquiera comparten esos mínimos de los que hablábamos antes. Matizo: la visión
que tiene Brady de la religión hace imposible cualquier otro modo de entender
la ciencia que no sea la de la Biblia,
concretamente, la de la interpretación literal que hace de ese libro, como si
fuera un libro de ciencia. Es que para él lo es, es que para él no hay
más que una verdad, esa verdad, su
verdad.
Deberían,
por cierto, repasar su propia historia, algo de Santo Tomás, que hablaba de
cierta autonomía de la ciencia (aunque siempre sometida a la religión en caso
de conflicto) o de Guillermo de Ockham, cuya filosofía podemos ver en El nombre de la rosa, que aceptaba la
teoría de la doble verdad, es decir, que hay una verdad que proviene de la fe y
otra de la razón. Pero no, Brady, al igual que los inquisidores que condenaron a Galileo, no
sabe nada de eso. De piedad y perdón, poco. Y de tolerancia, nada de nada.
Pero,
claro, es que hoy sabemos que lo de Darwin era algo más que una hipótesis
científica: con él cambió la concepción del ser
humano y su lugar en el mundo, sustituyó el esencialismo por el evolucionismo y este se asentó frente a un creacionismo de origen religioso. Lo que les faltaba
a los más ortodoxos tras la sustitución del geocentrismo por el heliocentrismo.
Ya no es que el ser humano no esté en el centro del universo, es que es una
especie más que proviene de otras anteriores, por lo que no hay especie
elegida, solo especie adaptada.
Para terminar, hay otra versión de la historia de Galileo: se
trata de Galileo (la vida de Galileo)
y la rodó Joseph Losey en 1975. Aunque sea más moderna es más larga y teatral y
creo que no incide como la anterior en las cuestiones más relevantes. Respecto a La herencia del viento, hay también un remake, que se hizo en color para televisión (David Green, 1988).
No está nada mal, pero la fuerza que tiene la primera es mayor. Para los
perezosos, ved al menos las escenas del juicio y la contraposición de argumentos,
que es lo más interesante desde el punto de vista de la filosofía.
Información sobre el juicio a
Galileo y abjuración:
Análisis de La herencia del viento:
Enlace a la película La herencia del viento:
Procedencia de las imágenes:
https://www.filmaffinity.com/es/film321590.html
https://www.todocoleccion.net/libros-segunda-mano-filosofia/etica-minima-introduccion-filosofia-practica-cortina-adela~x45004853
http://caminandosobrelatierra.blogspot.com/2011/06/heredaras-el-viento-inherit-wind.html
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